EL GOCE DE PERTENECER Y EXCLUIR
Afectos e identidad en las iglesias evangélicas
Las iglesias evangélicas contemporáneas no son solo espacios de fe, sino también arenas de construcción identitaria profundamente afectiva. Más allá de las doctrinas, los sermones o las liturgias, lo que se juega en las dinámicas eclesiásticas es una lucha por pertenecer, por el reconocimiento y la validación emocional. Chantal Mouffe en su libro El poder de los afectos en la política, hace una relectura del psicoanálisis lacaniano en clave política, abriendo una posibilidad teórica para interpretar estos espacios eclesiásticos como lugares donde el jouissance (goce) opera de forma intensa y estructurante.
Pero ¿de qué goce hablamos? No se trata de un placer simple, consciente o circunstancial, sino de un tipo de goce libidinal, contradictorio, que puede ser doloroso y, sin embargo, deseado. En términos lacanianos, el jouissance está vinculado con lo que excede el principio del placer, una energía que nos ata a ciertas identificaciones incluso cuando nos hacen daño o nos alienan. En el caso de muchas comunidades evangélicas, este goce se ancla en el proceso de identificación con una verdad absoluta, con una comunidad homogénea y con figuras de autoridad que encarnan esa supuesta verdad.
Así, la pertenencia a una iglesia no es simplemente una decisión doctrinal o espiritual, sino un acto profundamente afectivo. Se llora, se canta, se abraza, se teme. Y también se excluye. Porque la construcción de una identidad colectiva religiosa conlleva, casi inevitablemente, la definición de un “otro” frente al cual se afirma el “nosotros”. El otro puede ser el no creyente, el que no se ha arrepentido, el que tiene una teología “liberal”, la feminista, la mujer que predica, el homosexual, el católico, el musulmán. Esta demarcación no es neutra: produce goce. Hay un placer (frecuentemente inconsciente) en saberse del lado correcto, en tener una comunidad que reafirma la propia convicción, en participar del juicio moral colectivo que expulsa a quien se aparta.
Este goce se intensifica cuando se acompaña de rituales de purificación, de vigilancia interna y de diferenciación doctrinal constante. El creyente no solo debe creer, sino sentir su fe, demostrarla, defenderla y oponerla activamente a los discursos externos. Esto genera una comunidad afectivamente cohesionada, pero también cerrada al cuestionamiento. ¿Por qué es tan difícil abrirse al diálogo teológico o a la crítica interna en muchas iglesias? Porque ese cuestionamiento puede amenazar el goce de la certeza, y desestabilizar el afecto que mantiene unido al grupo.
Mouffe nos recuerda que toda identidad colectiva es constitutivamente afectiva. No hay comunidad que se conforme solo con ideas, hace falta pasión, símbolos, emociones compartidas. En este sentido, las iglesias evangélicas han comprendido que el poder eclesial se sostiene más por el afecto que por la lógica. El pastor no es solo un predicador, es una figura paterna, un mediador espiritual, un objeto de transferencia emocional. La doctrina no es solo una serie de proposiciones: es una narrativa de sentido que se graba en el cuerpo, en la memoria afectiva y en la práctica ritual.
Ahora bien, el problema no es el afecto en sí. La propuesta de Mouffe no busca erradicar la dimensión afectiva de la vida política (ni, por extensión, de la vida religiosa), sino advertir sobre los peligros de ciertas configuraciones afectivas autoritarias, excluyentes o violentas. En lugar de pedirle a las iglesias que sean más racionales, quizás debamos pedirles que sean más conscientes de sus afectos: de cómo los movilizan, a quién incluyen y a quién dejan fuera.
Necesitamos imaginar lo que podríamos llamar “pasiones eclesiales democráticas”. Afectos religiosos que no se alimenten de la exclusión del otro, sino de la apertura a la diferencia. Formas de comunidad que no necesiten enemigos para afirmarse, sino que se nutran del reconocimiento mutuo. Esto no significa caer en un relativismo que diluya las convicciones, sino más bien enraizar la fe en el amor, la compasión y la escucha.
Esto es especialmente importante en contextos donde la fe se entrelaza con dinámicas de poder autoritario. En muchas iglesias evangélicas, la figura del líder carismático ocupa un lugar central, casi mesiánico. Su palabra es ley, su interpretación es incuestionable, su figura concentra el deseo de la comunidad. Aquí el jouissance se expresa como devoción, pero también como dependencia; se goza al rendirse ante la autoridad espiritual, al formar parte de una comunidad cerrada y coherente, al obedecer. Pero esta obediencia afectiva puede llevar a formas de sumisión, manipulación emocional y silenciamiento de las voces disidentes.
La teología crítica, especialmente aquella que dialoga con los estudios de género, la sociología de la religión y el psicoanálisis, puede ayudarnos a identificar estos mecanismos. Puede mostrar cómo el poder eclesial no solo se impone, sino que se desea; no solo oprime, sino que seduce. Y solo reconociendo este goce que sostiene muchas formas de exclusión podremos comenzar a desactivarlo.
No se trata, entonces, de eliminar el afecto de la vida eclesial, sino de transformarlo. El desafío es reimaginar iglesias donde el afecto no legitime jerarquías rígidas ni construya enemigos, sino que inspire comunidad, cuidado, escucha. Iglesias donde el goce no esté atado al castigo ni al juicio, sino a la ternura, la justicia y la alegría compartida.
Quizás allí, en ese horizonte, podamos vivir una espiritualidad menos temerosa y más libre. Donde el goce no sea el de excluir, sino el de abrazar. Donde pertenecer no implique vigilar, sino cuidar. Donde la fe no sea un muro, sino una mesa compartida.