Posted On 22/05/2025 By In portada, Teología With 560 Views

Somos lo que hicieron de nosotros | Gabriel Ñanco

Spread the love

 

La violencia no es el principio del mal. El principio del mal es la educación”.
Michael Haneke, The White Ribbon (2009)

 

  1. La infancia como molde político

Hay películas que no se olvidan. The White Ribbon (2009), de Michael Haneke, es una de ellas. Ambientada en un pequeño pueblo protestante del norte de Alemania, justo antes de la Primera Guerra Mundial, retrata la infancia de quienes, años después, serían adultos capaces de sostener o ejecutar las atrocidades del régimen nazi. En ese entorno donde la religión, la escuela y la familia convergen para castigar, humillar y silenciar, los niños aprenden a temer, a obedecer ciegamente, a reprimir el deseo, y, sobre todo, a callar. La cinta nunca ofrece respuestas cerradas, pero deja en el aire una pregunta inquietante: ¿cómo se forman los sujetos que luego permiten —o provocan— el horror?

Yo también fui niño. Y también fui educado en una iglesia. No en la Alemania luterana, sino en la Argentina pentecostal. No recuerdo látigos ni reglas golpeando mis nudillos, pero sí guardo memorias de cantos enérgicos donde el nombre de Jesús se entrelazaba con la melodía marcial de marchas militares. En particular, un corito cuya letra decía: “Jesucristo reina, reina ya. Aleluya, amén, reinando está”, entonado en plena dictadura militar sobre la base de una marcha del ejército argentino llamada Avenida de las Camelias. Sin saberlo, estábamos siendo “cableados”, condicionados desde la infancia. Aquella formación religiosa, que se suponía debía hacernos más humanos y libres, muchas veces nos preparó, en cambio, para ser obedientes, sumisos, nacionalistas, temerosos del pensamiento propio y desconfiados de nuestras raíces, de nuestras historias, de nuestras luchas.

Este artículo es una reflexión sobre ese proceso. Una confesión pública, si se quiere. Y una crítica a lo que ocurre cuando la religión deja de ser espacio de liberación y se convierte en cómplice del autoritarismo. Quiero preguntarme —junto a ustedes— por qué en países como Argentina, Estados Unidos y Puerto Rico, la gran mayoría de las iglesias evangélicas apoyan gobiernos que humillan, reprimen y empobrecen a los mismos a quienes Jesús llamó “bienaventurados”.

 

  1. Argentina: la religión como escudo del poder

Los miércoles por la tarde, frente al Congreso de la Nación Argentina, jubilados, trabajadores y representantes de comunidades de fe se congregan en defensa de los derechos sociales que les han sido arrebatados por un gobierno que se autodenomina libertario, pero que aplica políticas profundamente regresivas. Lo hacen con cantos, plegarias y palabras de consuelo. Sin embargo, la respuesta del Estado ha sido sistemática: gases lacrimógenos, palazos, empujones y balas de goma. Pastores, sacerdotes, religiosas y laicos golpeados en nombre del “orden público”.

Uno esperaría que en una situación así, las iglesias se pronunciaran. Que denunciaran la represión. Que recordaran que el Evangelio se encarna precisamente allí donde la dignidad humana es negada. Pero no. ACIERA (la Asociación de Iglesias Cristianas Evangélicas de la República Argentina), la organización evangélica más influyente del país, ha guardado silencio. Peor aún: ha tenido gestos de complicidad y sumisión ante el poder de turno, bendiciendo a funcionarios que propagan el odio, justificando decisiones gubernamentales que perjudican a los más vulnerables, y utilizando el nombre de Dios para callar la voz de quienes protestan.

Este no es un fenómeno nuevo. Las raíces de esta postura sumisa se remontan a una larga historia de colonización religiosa. En las décadas anteriores, el pentecostalismo argentino abrazó sin filtros la cultura evangélica norteamericana. En nombre del “avivamiento” se vaciaron las viejas liturgias y se las reemplazó por una emocionalidad intensa, pero ahistórica. Se despreciaba todo lo que oliera a “latinoamericano”. Bastaba con que un predicador cruzara el hemisferio —sin importar su calidad ni su mensaje— para ser recibido, entonces como ahora, como un enviado de Dios. Lo propio, en cambio, era sinónimo de atraso, como algo de segunda categoría, espiritualmente sospechoso.

Así fuimos creciendo muchos y muchas. Aprendiendo a desconfiar de nuestra historia, de nuestros símbolos, de nuestras luchas. Aprendiendo a asociar espiritualidad con obediencia ciega, prosperidad con salvación, liderazgo con masculinidad autoritaria. No es casual entonces que buena parte del evangelicalismo argentino haya encontrado en la ultraderecha un proyecto político que le resulta cómodo y familiar. Ambos comparten una visión piramidal del mundo, una ética punitiva, una sospecha constante hacia el otro, y una retórica mesiánica que divide el mundo en buenos y malos —los llamados “gente de bien” y los demás—, salvos y condenados, bendecidos y resentidos.

  1. Estados Unidos: el evangelio domesticado

Durante la administración Trump vemos cómo grandes sectores del evangelicalismo norteamericano no solo justifican políticas racistas, xenófobas y crueles, sino que se convierten en su soporte espiritual. Pastores bendiciendo muros. Multitudes orando por la reelección de un hombre que se burló de personas con discapacidad, humilló mujeres, y alentó el supremacismo blanco. Biblias alzadas como trofeos en sesiones de fotos montadas frente a iglesias históricas. La paradoja no es nueva: cuando la fe se convierte en ideología, el Cristo crucificado es reemplazado por el ídolo del poder.

Ese evangelicalismo —blanco, conservador, imperial— no nació con Trump. Es el fruto de décadas de adoctrinamiento desde las escuelas dominicales, los campamentos de verano, las cadenas de televisión cristiana y las editoriales evangélicas. A los niños se les enseñó a orar por las tropas y a pedir por su victoria en la batalla, a temer a los comunistas, a desconfiar de la ciencia, a ver en cada movimiento por los derechos civiles una amenaza al “orden de Dios”. Con canciones alegres y versículos descontextualizados, se moldearon generaciones de creyentes que aprendieron a confundir obediencia con fe, y patriotismo con fidelidad cristiana.

Pero no toda la iglesia en Estados Unidos cayó en esa trampa. Con firmeza, las iglesias afroamericanas —bautistas, metodistas, episcopales, pentecostales, independientes— han sabido resistir. Con la cruz en alto y la memoria de la esclavitud como herida abierta, se enfrentaron sin titubeos al racismo estructural, a la violencia policial, al odio institucionalizado. Siguiendo la línea profética de Martin Luther King Jr., de James Cone, de Sojourner Truth y tantos otros y otras, sus púlpitos no temblaron. Como dijo Cornel West, “la fe cristiana sin lucha por la justicia es solo una forma sofisticada de idolatría”.

Esa fe negra, encarnada y valiente, muestra que otra formación es posible. Que no todo niño o niña criada en una iglesia aprende a callar ante la injusticia. Que hay comunidades donde la liturgia no es un escape, sino un acto de resistencia. Que el Evangelio, cuando no está domesticado por el poder, sigue siendo escándalo para los sistemas de muerte.

  1. Puerto Rico: el evangelio secuestrado por el mesianismo político

En Puerto Rico la crisis social y política de los últimos años ha tenido un agravante profundamente espiritual: el uso manipulador del lenguaje religioso por parte de quienes han traicionado el bien común desde los altares del poder. No estamos hablando de laicos devotos confundidos, sino de políticos cristianos que se robaron “hasta los clavos de la cruz” mientras invocaban a Dios en cada mitin. Gobernantes que justificaron recortes, privatizaciones, y desprotección social con frases bíblicas. Que se escondieron detrás de bendiciones públicas con imposición de manos de líderes religiosos para silenciar las denuncias de los profetas y profetisas contemporáneas.

Y, sin embargo, fueron elegidos. Y en muchos casos, reelegidos. ¿Cómo se explica esta contradicción? La respuesta vuelve a llevarnos al terreno de la formación. Durante décadas, muchas iglesias en Puerto Rico han promovido una religiosidad mágica, centrada en milagros individuales, bendiciones materiales y guerras espirituales descontextualizadas. Se enseñó a orar por prosperidad, pero no por justicia, a creer en liberación de demonios, pero no en liberación del pueblo. Se cultivó una fe infantil, en la que Dios es un mago, los pastores son gurús, y la política es cosa del diablo… salvo cuando el candidato es cristiano, o simula serlo.

Así se anuló la conciencia crítica: enseñando a desconfiar de la educación, a temer al pensamiento reflexivo y a rechazar toda forma de organización que desbordara los límites del templo. En su lugar, se impuso un cristianismo emocional y despolitizado, que le teme a la protesta, sospecha de los movimientos sociales y reduce el compromiso público a lo que ocurre dentro de las paredes eclesiales. Ese modelo ha dejado marcas profundas en generaciones de creyentes que aprendieron a ver la obediencia como virtud, el silencio como sabiduría y el poder como señal de bendición divina.

La teología de la cruz, tan central en la tradición reformada, quedó así reemplazada por una teología de la evasión: la cruz no es símbolo de entrega ni de denuncia del pecado del mundo, sino apenas un amuleto protector. Y el Jesús de los Evangelios, que confronta al poder religioso y político, fue reemplazado por un Jesús domesticado, funcional a los intereses de turno.

 

  1. Liberarnos de la infancia política

La pregunta que atraviesa estas tres realidades no es solo por qué tantas iglesias callan ante la injusticia, sino cómo llegamos a ser así. ¿Por qué sectores enteros del cristianismo han sido tan fácilmente seducidos por proyectos autoritarios, racistas o corruptos? ¿Cómo se forma una conciencia religiosa que bendice al poder, incluso cuando ese poder traiciona frontalmente el Evangelio?

La respuesta no está solo en la política. Está en la infancia. En los imaginarios que recibimos desde chicos: en los cantos, los gestos, las liturgias, en todo nuestro proceso de socialización. En cómo se nos enseñó a leer la Biblia y a interpretar el mundo. En cómo se nos educó para obedecer, pero no para discernir; para orar, pero no para pensar; para alabar, pero no para resistir.

Bonhoeffer hablaba de una fe madura, capaz de vivir etsi Deus non daretur —como si Dios no existiera—, no porque Dios esté ausente, sino porque el mundo ha llegado a su mayoría de edad. En esa visión, el cristianismo no infantiliza, no impone, no manipula: llama a actuar con responsabilidad, con conciencia, con libertad. Pero esa adultez es incómoda. Muchas iglesias han preferido, en cambio, ofrecer una espiritualidad de consumo, en la que el creyente es cliente, el pastor es empresario y la iglesia es un centro de servicios. Una fe que no libera, sino que adormece.

Desde otra orilla, Paulo Freire denunció lo que llamó “la educación bancaria”, aquella que deposita contenidos en los estudiantes sin formar pensamiento crítico. Esa pedagogía, cuando se combina con la religión, produce creyentes obedientes, pero no libres. Y es exactamente eso lo que muchos sistemas desean: una fe domesticada, incapaz de confrontar las estructuras de muerte.

Sin embargo, otra iglesia es posible. Una iglesia donde el culto forme ciudadanía, donde la liturgia sea escuela de justicia, donde la Palabra despierte conciencia. Una iglesia que sepa decir “no” cuando el poder traiciona la vida. Que forme generaciones capaces de pensar, de sentir, de decidir. Que no repita el ciclo de autoritarismo en nombre de la tradición.

Jesús, en los Evangelios, no bendice el orden establecido: lo subvierte. Se sienta con los excluidos, confronta a los poderosos, cura en sábado. Y por eso lo crucifican. Seguir a ese Jesús no es repetir consignas religiosas. Es aprender a mirar a la bestia a los ojos y no retroceder. Es madurar en la fe. Es, tal vez, deshacer lo que hicieron de nosotros, para nacer de nuevo, como Nicodemo, no en un útero religioso, sino en el Espíritu que sopla donde quiere.

Porque si bien fuimos formados bajo estructuras que nos domesticaron desde la infancia, la adultez de la fe nos ofrece otra posibilidad: la de desaprender, discernir y decidir. No estamos condenados a reproducir lo que nos formó. En el Evangelio, la memoria no es prisión, sino punto de partida. Quizás entonces, en el ejercicio de una fe adulta, podamos dejar de repetir lo recibido y atrevernos a crear lo nuevo: una comunidad que no teme cuestionar, cambiar, ni amar en libertad.

 

Notas bibliográficas

  • Bonhoeffer, D. Resistencia y sumisión. Cartas y papeles desde la cárcel. Ed. Sígueme, 2002.
  • Cone, J. La teología negra y el poder negro. Ediciones Sígueme, 1975.
  • Freire, P. Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores, 1970.
  • Haneke, M. The White Ribbon (Das weiße Band). Alemania, 2009.
  • West, C. Democracy Matters: Winning the Fight Against Imperialism. Penguin, 2004.
Leonardo Gabriel Ñanco
Últimas entradas de Leonardo Gabriel Ñanco (ver todo)

Tags : , , , , , , , , ,

Bad Behavior has blocked 2814 access attempts in the last 7 days.