No hay día más feliz que cuando la promesa divina se cumple.
Ese día cuando el paciente grita por los pasillos, ¡estoy sano!, ¡estoy sano!
Ese día cuando el adicto suma más y más días de abstinencia.
Ese hermoso día cuando los hermanos se reconcilian.
O cuando luego de mucho pesar nos informan que esa deuda inmensa ha sido pagada.
Pero también la promesa es cumplida cuando el paciente es recibido en los brazos del Padre celestial.
Cuando la enfermedad terminal se vuelve un dolencia crónica.
Cuando el adicto reincide en el vicio y se vuelve a levantar.
O cuando lo perdemos todo y volvemos a empezar.
En todos los eventos de cambio está el Reino de Dios irrumpiendo, ampliando su dominio en nuestros corazones.
Ya no podemos ser los mismos si el dedo de lo divino ha propiciado una renovación, un nuevo horizonte y una tierra nueva para experimentarle.
El reino no se conforma con lo existente, es cambio, es mejora, es evolución del misterio de la vida: está en los ojos del que recién nace, como de quien está a punto de dejar esta existencia.
Es la esperanza de que mañana será mejor que hoy, porque cada día nuevas promesas se cumplen, nuevas misericordias nos inundan, y más gracia bendita cae lentamente en nuestras vidas como el rocío costero.
Por eso el Adviento es la tensión entre incomodidad y bienestar; ansiedad y esperanza; cambios y permanencia. Es el preludio que anuncia que el soberano de este reino, ha tocado con sus pies la tierra, y ha convertido la eternidad en finitud, el poder en debilidad, y la fuerza en flaqueza.
Es la lógica del mundo trascendente, renunciar para recibir, ofrecer para que retorne.
La lógica de este reino la vemos y palpamos en cada milagro que nos rodea, siendo el mayor de todos el retorno del corazón humano hacia Lo Inefable, anhelando unirse en plenitud, consumación máxima del cumplimiento de la Promesa.
¿No ves el reino?
Los caminos se enderezan y la esperanza camina sobre ellos.
Estamos rodeados de Su Presencia, todo habla de ella, y de cuánto nos ama, a cada segundo, a cada minuto…en todo momento de nuestra existencia.
Sin embargo, solo cuando dejamos de dar importancia a lo que mañana estará marchito, podemos abrirnos a contemplar el Reino de Dios en medio nuestro.
Su amor incondicional, Su Presencia eterna, y Su Poder restaurador; vertido en cada detalle de nuestra fragilidad nos lleva a seguir sus pasos y extender este reino transformador, ¡que es locura! ¡es irracionalidad!. Es perturbación a quién no ve en el prójimo los ojos del mismísimo Dios expectante. Anhelante…hospitalario.
Pero esa misma Presencia nos señala que el reino no está completo aún, que aún no se ha desarrollado en todo su esplendor, y que aún mayor plenitud nos espera.
Es como si en plena sequía estuviéramos bajo una cascada disfrutando la frescura de sus aguas. Junto a la alegría del vigor que el agua cristalina entregaría, nos llenaría la satisfacción de que aún hay mucha más agua que está por caer.
Que aunque disfrutáramos todo el día bajo esos velos de agua, y más de un día, esa prístina agua cordillerana seguiría y seguiría refrescándonos hasta que un día, al final de los tiempos nos haríamos uno con el agua. Nos fusionaríamos, nos miraríamos por medio de los mismos ojos de comunión infinita.
Es el paradigma de la resurrección, que en su mensaje nos habla que toda plenitud no está completa hasta que vivamos el cara a cara con Dios, hasta ese reencuentro con el misterio divino, cuando nos afiatemos a su santo regazo; para disfrutar nuestra resurrección y nueva vida.
Esta nueva vida ya no será más propensa al dolor, a la fragilidad y a nuestras bajezas; sino completamente desbordada de la trascendencia, junto a quienes nos han precedido seremos la más plena comunión inefable.
¡Pero aún no es!
Por ello la pregunta de «la voz del desierto» hoy sigue siendo válida, ¿ha llegado ese Cristo amado que esperamos? ¿Hasta cuándo esperamos?
La respuesta surge en Belén y el niño nacido como Salvación para la humanidad.
Si abrimos la posada de nuestro corazón para que nazca, recibimos las riquezas de Su reino ya presente; junto a ello el influjo vigoroso para esa espera en paz de aquel momento de plenitud total con Dios.
Vivimos el camino con la dulce espera y anhelo de ese gran día de encuentro. Y desde esa dicha, que hoy anticipádamente disfrutamos en pequeña medida, compartimos la Esperanza y Amor, a través de la Buena Noticia del Reino.
Y desde ahí, con nuestra propia vida como muestra de fe en obras, ofrecemos un servicio de amor, compartiendo trozos de este reino en medio de un mundo que ha dejado de creer y amar.
Abrazar al indeseado, curar sus heridas, hospedar al enemigo y al excluido, llorar sinceramente con quien llora, acompañar a quien ha perdido todo, restituir a los marginados. Traer el amor incondicional a un mundo que lo condiciona todo.
Porque El que no tuvo un lugar digno al nacer en Belén le ha reservado a cada persona, un lugar digno para habitar con él en Su Reino.
Por esto, Belén irrumpe con fuerza frente a la desesperanza, y golpea la mesa de la indiferencia y la individualidad. Señala que el camino es el Amor y no la exclusión, es la fraternidad y no marginalidad, el cuidarnos y no condenarnos. Es ver a Dios en cada uno de nuestros corazones.
Construir en unidad, y cultivar cada día la certeza que Dios dará mañana un fruto más abundante para nuestra generación, y uno sublime para la venidera; y que tendrá su plena manifestación en aquel día especial, ¡la resurrección!, al unirnos a la suma belleza, aquel misterio que llamamos Dios.
Reflexión del pasado tercer domingo de Adviento.
Ramón A. Pinto Díaz
Rodolfo Olivera Obermöller