Posted On 31/07/2014 By In Biblia, Teología With 3094 Views

«Y comieron todos, y se saciaron» (Mc. 6,42). Microeconomía y macroeconomía en la Mesa del Señor

«Economía» es hoy en día una palabra que, al menos para la mayoría de nosotros, resuena con los acordes de «problema», «mal universal» y «la gran plaga de nuestro tiempo». Y, ciertamente, la economía es uno de los grandes retos a los que se enfrenta un cristianismo que no sólo quiera ser responsable, sino también ecuménico, en la medida que la economía es uno de los lenguajes del mundo y el ecumenismo está orientado a la universalidad. Una práctica ecuménica coherente, por lo tanto, no puede cifrarse sólo en términos de «diálogo entre las denominaciones cristianas», sino que debe apuntar más allá de ellas y entablar relación con otras realidades que también están presentes en el mundo tal y como lo conocemos. De hecho, la propia raíz del término «ecuménico» nos aboca ya irremediablemente a lo económico, en tanto que ambos adjetivos comparten origen etimológico: la voz «ecumenismo» proviene del griego oikoumenè¸ que significa «la tierra habitable», la cual a su vez remite a oikos¸de donde desciende el término «economía».

Ante esta primera constatación, conviene ya pararnos a hacer un primer ajuste sobre lo que entendemos por economía. En nuestra sociedad, en nuestro mundo, la economía parece ser el heraldo de la destrucción, sobre todo debido al «fatalismo» que impera en nuestro entorno y cuya raíz parece ser la economía[1]. Sin embargo, hay que diferenciar el término «economía» en sí y deslindarlo del de «sistema económico», y no confundir una cosa con la otra. Está claro que el capitalismo, al menos tal y como hoy se practica, es un mal fomentado en la explotación de muchos para beneficio de pocos. Pero no por ello debe hacernos demonizar la noción de economía y superponerle los «pecados estructurales» que personifica el capitalismo actual, convirtiéndonos así en unos incrédulos de la misma[2].

La matriz económica del cristianismo: la casa

El término «economía» proviene de un término griego, oikos, que quiere decir «casa». En la Antigüedad, y también en los tiempos de los orígenes del cristianismo, el oikos designaba tanto el lugar físico de habitación como el grupo familiar que vivía en él. De hecho, tanto en griego como en hebreo se puede usar la misma palabra para decir «familia» y «casa»: oikos normalmente designa a la familia en griego, de la misma forma que bayit, en hebreo, se usaba tanto para el edificio como para la familia[3].

También hay que decir que el término «familia», sobre todo en la sociedad romana, incluía un elevado número de personas: no sólo padre, madre e hijos, sino lo que hoy llamaríamos familia extensa (abuelos, tíos, primos, etc.), además de esclavos y ganado. La estructura claramente patriarcal de la sociedad antigua, en la que el varón paterfamilias u oikodespotes controla la familia, hacía además que los vínculos de relación entre aquellas casas/familias relacionadas por sangre con la del paterfamilias fueran especialmente sólidos[4]. Por eso, aunque en principio el poder del paterfamilias se ejerciera primariamente en su casa, a la práctica “su casa” podía superar el sentido de las “cuatro paredes” y extenderse a otras muchas relacionadas con él[5].

Por otro lado, la vinculación a la casa del paterfamilias, cuando éste era socialmente importante, no sólo era posible mediante sangre, sino también mediante el clientelismo, un mecanismo básico en la sociedad romana. El clientelismo era la relación que se establecía entre un superior social y un inferior social: el inferior conseguía protección y el superior honor y prestigio. Las redes clientelares se superponían pues a las familiares y podían llegar a construir amplias y extensas redes de dependencia[6]. Esto obedecía además a otro aspecto de la sociedad antigua, y es que en ella la identidad la daba el grupo social, el colectivo, la familia, no el individuo por sí mismo. De aquí la necesidad de que toda persona estuviera encuadrada en uno o varios grupos, los cuales eran los vehiculadores de su identidad.

Pero volvamos ahora al plano de la «microcasa», al de la «microeconomía». Además de todos los sentidos y realidades tangenciales que describía el término «casa» en tiempos de las primeras comunidades cristianas, existía otro que era el puramente «económico» tal y como hoy lo entenderíamos: la casa era en la antigüedad la célula de producción básica, pues en ella se hallaban los medios de producción. En este sentido, la casa no era sólo la base de la familiar de las sociedades antiguas, sino la base económica de ellas, y, en consecuencia, de la politeia, del Estado.

Esta perspectiva histórica es un buen ejercicio para rescatar el término «economía» y deslindarlo de los «sistemas económicos concretos». La economía era, sencillamente, «la gestión de la casa». Existía de hecho una larga tradición de tratados económicos greco-romanos, en los que se daba consejo sobre cómo realizar precisamente esa gestión de forma eficaz. Ejemplo de ello son el Económico de Jenofonte, escrito en torno al 360 a. C., o el De re rustica de Columela, que data más o menos del 40 d.C.

Lo doméstico en el cristianismo antiguo

La casa es , sin duda alguna, uno de los fundamentos de la sociedad. Pero la misma casa se halla seccionada por las diversas situaciones sociales presentes en el más amplio marco social de la polis. Así, coexisten en la casa personas libres y esclavas. Incluso entre los «libres», existen unos más libres que otros, porque los niños y las mujeres no gozan del mismo grado de libertad del que gozan los varones… si es que gozaban de alguno. Las matronas, las esposas, reinaban de puertas adentro en sus casas, y de hecho ejercían una actividad económica considerable organizando la producción de la casa, y, en determinados casos, incluso fuera de ella[8]. En el contexto de la Grecia clásica, se hablaba de ellas como de «las abejas reina». Pero frente a la matrona de la casa, que tenía una posición social superior, la esclava tenía menos restricciones para salir de la casa, mientras que la mujer casada y matrona debía someterse a todo un sistema de signos y señales sociales convencionales si quería ser reconocida como tal cuando salía de la domus, es decir, de la casa. La «invisibilidad» era una de aquellas brechas del sistema que, a pesar de la obvia e innegable discriminación, podía ser usada creativamente.Así pues, lo «económico» refería en primera instancia a lo «doméstico». La importancia de que el cristianismo naciente se instalara en el espacio de la casa con mayor arraigo es un hecho que nunca se enfatizará lo suficiente. En nuestra mentalidad, cuando nos imaginamos a Pablo pronunciando sus grandes discursos misioneros, solemos asumir que, como en Hch. 13,5, el primer lugar que visitaba el apóstol eran las sinagogas. Sin embargo, lo primero que visitaba eran las casas. Por un lado, él mismo era constructor de tiendas (Hch. 18,3), un oficio que se ejercía en las tabernae de las insulae, es decir, en un ambiente inmediatamente contiguo a lo doméstico, si no doméstico en sí. Por otro, lo primero que parece haber hecho Pablo es buscar «patrones» que pudieran acoger iglesias domésticas en sus casas, mucho más grandes que las de los artesanos. Que esta estrategia de Pablo fue reiterada nos lo prueba el NT, con personajes tales como el acaudalado Filemón, Aquila y Prisca (1Co. 16,19), Febe (Ro. 16,1), Crispo, Gayo y Estéfanos (1Co. 1,14-16; Hch. 18,8; Ro. 16,23), entre otros. Si la casa, como hemos visto, es la estructura social básica de la sociedad antigua, la estrategia de Pablo, que, por otro lado, es una que ya había inaugurado Jesús (nótese la importancia del espacio doméstico en el evangelio de Marcos, por ejemplo[7]), es una que le permite insertarse justamente en el corazón de la sociedad. Ahora bien, la casa no es un lugar ajeno a las ambigüedades sociales. Muy al contrario, dado que en el espacio doméstico es donde, en cierto modo, se centralizan y focalizan tales ambigüedades.

En el ámbito de lo doméstico, pues, se concentra tanto lo más fundamental y sólido de la sociedad antigua como lo más flexible y movedizo, y, por ello, se trata de una estructura que aun en su rigidez tiene una capacidad creativa superior: debajo de lo estático existe espacio para la fluidez y la intersección creativa. Son precisamente estos espacios interseccionales los que habitará y alimentará el cristianismo naciente[9].

No es de extrañar que en los evangelios el conflicto en torno a la casa sea fundamental: las fidelidades tradicionales al grupo familiar entran en conflicto con una nueva manera de ser oikos, con la inteligencia de una nueva forma de ser comunidad que transforma y se aleja de los valores tradicionales[10]:

«Os aseguro que todo el que deje casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o campos por mí y por la Buena Noticia ha de recibir en esta vida cien veces más en casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y campos, con persecuciones y en el mundo futuro la vida eterna» (Mc. 10,30).

La ruptura con el orden tradicional de la casa, podríamos incluso decir con la «economía tradicional de la casa», entendida como marco de gestión y organización de las relaciones y su producción, queda clara cuando Jesús subordina los deberes tradicionales a cosas más importantes y acuciantes (Mt. 8,21-22: la precedencia del seguimiento al entierro del padre), lo cual, inevitablemente, acarreará fuertes tensiones (Lc. 12,51-53). En la experiencia del cristianismo naciente, la inversión de polaridades entre centralidad y periferia se articula en y dentro de la casa, de tal forma que lo que antes era liminal se irá constituyendo en lo central (por ejemplo, la atención a los marginados sociales) y lo antes central ahora se irá desplazando a lo liminal (por ejemplo, la vertebración del honor, como en la perícopa de los eunucos por el Reino de los Cielos [Mt. 19,12], que habla de una nueva construcción del honor masculino, no asociada a su potencia generativa[11]).

Como sabemos, sin embargo, la tensión creativa de esta transformación también encontrará una fijación a la larga, y ya en las siguientes generaciones reaparece la permeación de los valores sociales imperantes a las comunidades cristianas, tal como nos muestran los códigos domésticos de Efesios y Colosenses y, finalmente, las pastorales, donde se desarrolla el concepto de Iglesia como «casa de Dios» (1Tim 3,15)[12]. Pero lo que nos interesa destacar es la instalación del cristianismo de los orígenes en esta tensión centro-periferia y su gestión para que diera pie a una creatividad que fue vital para la adaptabilidad de las comunidades cristianas a su entorno. En este sentido, la tensión no sólo se daba con la clásica inversión de valores (que tiene en textos como 1Co. 1, 27-31 o 7, 21-22 o en el himno cristológico de Filipenses 2 una de sus formulaciones clásicas), sino en la creación de un marco conceptual y actitudinal que fuera capaz de absorber y gestionar las contradicciones que la extracción y expectativa social de los miembros de la comunidad pudiera generar. En cierta medida, las primeras comunidades aprendieron a vivir «en la tensión de la apertura», pues ni renunciaron al mundo que los rodeaba ni lo abrazaron acríticamente. Por supuesto, la tensión no siempre fue fácil de mantener, como muestran los conflictos a los que Pablo tuvo que responder (1Co. 8, Gal. 2, Ro. 15…).

Esta nueva manera de entender la «economía de la casa», en el sentido de las relaciones que se daban en el oikos, tuvo en el ágape y la Eucaristía una de sus concreciones más potentes. También fue aquí donde las mayores tensiones tomaron cuerpo, pues el cambio mental y actitudinal tuvo su traducción en lo espacial y físico de la Cena del Señor. A menudo olvidamos que la Eucaristía o Santa Cena, tal y como hoy en día la celebramos, tuvo un origen estrechamente ligado, desde una perspectiva cristiana, con la celebración del ágape[13], la comida en la que participaban los miembros de la comunidad y que se celebraba a la luz de la cena pascual de Jesús. La forma de celebración del ágape de hace 2000 años todavía es capaz de hacernos descubrir elementos valiosos: es difícil imaginar que una comunidad cristiana de los primer siglo hubiese negado el alimento a alguien ajeno a la misma cuando éste se encontraba presente en la casa donde se celebraba la reunión, dada la insistencia en la acogida y en el compartir el alimento también con el “indigno” que se enfatiza tanto en los evangelios como en las cartas (Lc. 15,2)[14]. Y aun así, nosotros seguimos siendo muy celosos de «nuestra Mesa del Señor» a pesar de que el cambio de relaciones que experimentaba el oikos cristiano se escenificaba en una mesa de iguales (véanse si no las críticas de Pablo en 1Co. 11), lo cual a su vez obligó a ser creativos con el espacio simbólico y físico.

A pesar de la fijación de las estructuras en la «casa de Dios» que se documenta en las deuteropaulinas y en las pastorales, aun así la Eucaristía o Santa Cena siguió siendo uno de estos espacios que visibilizaban lo liminal y exteriorizaban el cambio de valores y nuevas relaciones en la comunidad cristiana, en la que todos se llamaban unos a otros «hermanos». Con el tiempo, la Eucaristía y el ágape irán diferenciándose, quedando la primera más vinculada a la celebración litúrgica y lo segundo a las comidas para pobres que personas con medios de la comunidad ofrecían en sus casas. Esta práctica que se desarrolló muchísimo y, con el tiempo, acabó centralizándose en la figura del obispo como gran patrón de la comunidad[15]. Pero Eucaristía y ágape son espacios de transgresión económica porque son una expresión del cambio de relaciones que se vive en el oikos, lo cual a su vez genera una nueva gestión de los recursos orientada al bienestar no sólo de la comunidad misma, sino de los elementos más marginales de la sociedad.

Lo económico en lo teológico

Desde un punto de vista histórico, parte de la explicación yace por supuesto en el modelo Cristiandad que ha imperado en occidente prácticamente desde la conversión de Constantino. En este punto, sin embargo, es bueno recordar que la relación Iglesia-Estado que se estableció a partir de entonces no apareció de la nada, fruto de las «artimañas» de Constantino y la contingencia del momento, sino que desde mediados del siglo II el proceso de desarrollo e institucionalización del cristianismo permitió que este maridaje pudiera concretarse y florecer en una larga historia de aciertos y desaciertos.De lo expuesto hasta ahora se desprende una conclusión importante: lo económico fue, literalmente, la matriz espacial y social donde el cristianismo se gestó. Por lo tanto, lo «económico» no es algo del interés del cristianismo, sea de la confesión que sea, sino que lo económico es algo esencial al cristianismo. A la vista de esta conclusión, es sorprendente que el cristianismo haya tenido serias dificultades para abordar la relación entre fe, iglesia, teología y economía.

La Reforma del siglo XVI, al menos en el ala magisterial, no rompió este matrimonio tan bien avenido, pero sí empezó a implantar las semillas que a la larga llevarían a su desestabilización. Ya más recientemente, la asunción del utilitarismo en la economía liberal, que emparejaba lo bueno con el fin, despidió al espacio sideral las posibles críticas que la moral y la ética cristiana pudieran haber aportado a la economía. Así, por ejemplo, allá por el siglo XIII Tomás de Aquino nos podía hablar de los males de la acaparación, concretados en el pecado de la avaricia. Pero esta palabra, «avaricia», desaparecería del lenguaje económico a lo largo del siglo XVIII, justamente cuando el sentido utilitarista se impuso[16]. De nuevo, destacan las ambigüedades, dado que si bien no de forma contundente y eficaz, fue precisamente el modelo Cristiandad lo que permitió una cierta «crítica ética» a la economía como la que hacía Aquino. Algo que con la «emancipación del hombre» se diluiría.

A menudo se ha señalado la relación entre el protestantismo y el surgimiento de ideas e hitos tan importantes en la historia occidental como la democracia y el capitalismo, entre otros[17]. Es cierto que existe cierta correlación, sobre todo por la cuestión de la libertad y la conciencia, pero, en el mejor de los casos, se trata más bien de tendencias y conexiones indirectas, muchas veces inesperadas, y no centrales en el protestantismo. Por ejemplo, la responsabilidad de desobediencia civil a la autoridad política cuando ésta no es digna del gobierno sólo aparece en el último epígrafe del último libro de las Instituciones de Calvino, (IV, XX, 32), y sólo después de que se haya desarrollado una compleja teología política que legitima la obediencia a las mismas. Igualmente, el protestantismo que tiene en mente Weber al escribir El espíritu del capitalismo y la ética protestante es el del siglo XVI, cuando el de su propia época, el de finales del siglo XIX, del cual señala la ligazón con el protestantismo, ha perdido ya mucha de su influencia. De hecho, el mismo Weber advertía que era un desatino ligar directamente capitalismo y protestantismo[18].

Sin embargo, es cierto que al protestantismo le ha costado, y le cuesta, articular y desarrollar una reflexión teológica seria sobre la economía, y hacerlo sistemáticamente, salvo honrosas excepciones, como las de Emil Brunner (1889-1966) o Arthur Rich (1910-1992). Algunos señalan como causa estas tenues correspondencias entre el sistema económico actual y el protestantismo, algo que, como hemos acabado de ver, no puede establecerse tan a la ligera. Por otro lado, el catolicismo tampoco ha articulado una reflexión sistemática de la relación economía-fe, más allá de la llamada «doctrina social», si por «sistemática» entendemos una reflexión que se comprometa con la economía en sus propios términos y lenguaje. En España, por ejemplo, se ha desarrollado una reflexión ética muy sólida (González-Carvajal, Vidal, etc.), pero no sistemática. Incluso la teología política y la teología de la liberación parecen estar afectadas en la actualidad por cierto cansancio.

Ciertamente, cuando a un teólogo sistemático se le pregunta por «economía», su referente principal no es el económico «del dinero», sino el «económico trinitario»… algo que, por otro lado, no se suele conectar específicamente al sentido «secular» de la economía. Recientemente, la teóloga Kathryn Tanner ha propuesto una conexión entre ambas «magnitudes». Esta teóloga va más allá del modelo de Trinidad social para afirmar que:

«Inserto en lo más fundamental de la historia cristiana sobre Dios y de la relación de Dios con el mundo, existe un relato de un sistema para la producción, circulación e intercambio de bienes, empezando por Dios, el mayor bien, y extendiendo el bien de la propia vida de Dios al mundo, desde el inicio de la historia, esto es, la creación, hasta su final en redención»[19].

Efectivamente, existe un intercambio en el seno de Dios entre las tres Personas, un intercambio libre y circular, dinámico y expansivo, en el sentido de que desborda de sí mismo en la creación. Pero a la hora de «distribuirse» en el mundo, crea una manera de circulación e intercambio justa, porque tras este intercambio se halla siempre la participación en la vida de Dios, algo que, en última instancia, no se posee. En este sentido, la vida cristiana es también una vida «económica», en cuanto implica una participación en ese caudal de riqueza. Implica a su vez una responsabilidad de «gestión de la relación»[20], no sólo de unos frente a otros, sino también frente a la creación, que también es llamada a tal participación. Así pues, tanto la economía humana como la economía de Dios están destinadas a «producir algo». Pero lo que se produce, jamás se posee.

Avanzando un poco más en este pensamiento, podríamos hablar de una economía teológica de la circulación de la gracia, que halla concreción en todas aquellas acciones de Dios en favor del mundo, y que marca de entrada un modelo de circulación de la gracia, uno que sin embargo entraña una fundamental «no competitividad». Esto sucede porque la gracia es algo que está disponible para todos, no se devalúa ni se gasta, y no está pendiente de las fluctuaciones económicas de mercado. No hay competición por «la gracia», la cual, para trazar el equivalente, sería el «bien» que se produce en la economía divina.

La «no-competitividad» se yergue pues como un modelo de relación, o mejor, «de producción», esencial en la gracia. A esta fundamental no competitividad y producción colabora el hecho de que la gracia tiene una calidad extática[21], es decir, su recepción implica un descentramiento del sujeto que la recibe, dado que el principio de vida no es algo que la persona pueda monopolizar o patrimonializar: siempre está más allá de él o ella. No es posible mercadear con él o convertirlo en bien de consumo[22]. Igualmente, no mengua al compartirlo con otros: la gracia nunca se posee, y siempre propulsa hacia algo que no es propio de mí, esto es, a la participación en la vida de Dios. Por eso, con la gracia no hay estatus aparejado.

Llegados a este punto, como dice Tanner[23], se podría pensar que este cuadro sólo es capaz de funcionar con los bienes «espirituales», pero que no tiene nada que ver con la economía o la política más pedestres. Pero esta autora nos recuerda que la economía teológica afirma que Dios ha creado el mundo tanto en sus aspectos materiales y espirituales (si es que se pueden diferenciar tan simplemente) de acuerdo al principio de no-competencia. Si la economía teológica compete también a lo material, entonces es posible tener una relación con lo material que no pase por la depravación, sino por la fruición de un sentido de vida pleno para toda la creación. Y este es un marco conceptual que estamos llamados a explorar.

Bautismo y Santa Cena desde una perspectiva económica

Sin embargo, como venimos diciendo, la Eucaristía celebrada entre miembros de distintas congregaciones, comunidades, iglesias o denominaciones parece ser algo, por el momento, bastante fuera de nuestro alcance, al menos de forma normalizada. ¿Quizá deberíamos atrevernos con una visión de la Santa Cena un poco más arriesgada, que nos permita dilucidar la cuestión con nuevos ojos? ¿Qué pasaría si la Santa Cena competiera no sólo a los cristianos, sino al mundo entero?Creo que todo lo que hemos venido explorando hasta aquí nos aboca de pleno a una acción que recupere de hecho la matriz económica en la que hemos visto que el cristianismo nació y expresó sus primeras propuestas como proyecto teológico. Aun así, es precisamente en este espacio vital de la economía, de la gestión de los relaciones y los recursos del oikos cristiano, donde seguimos teniendo el mayor problema a pesar de los esfuerzos, muy válidos y fructíferos hasta cierto punto, que se han hecho[24]: la Santa Cena, la Eucaristía, la Cena del Señor es, desde el punto de vista económico, todavía a estas alturas la gran asignatura pendiente del movimiento ecuménico, y, en concreto, del español. En la Santa Cena no sólo se concretan las relaciones horizontales que mantienen los miembros de la comunidad, sino que, dado su origen en la celebración comunal de la comida, apela al derecho más básico de las personas, esto es, el derecho al alimento, tal como la cuestión del ágape, vista más arriba, pone en evidencia. Pero más allá de todo esto, la Santa Cena es una de las grandes plataformas de posibilidad del ser humano para participar de y en la economía de la gracia, dado que la Eucaristía se define fundamentalmente por ser la mayor concreción simbólica de la gracia y solidaridad de Dios con su creación. Quizá el símil nos desagrade un poco, pero si los bancos son el nódulo principal del sistema económico mundial porque controlan el flujo del dinero, la Santa Cena reproduce la circularidad y distribución de la riqueza de Dios, aunque obviamente bajo una calidad totalmente distinta porque se remite al mismo Dios.

Bautismo y la Santa Cena son ejemplo de lo que sociológicamente se llama «ritos de pertenencia», es decir, aquellos rituales en los que se expresa la identidad colectiva de un determinado grupo social. Cierto como es esto, sin embargo sería conveniente matizar de qué manera la Santa Cena funciona como tal y reflexionar sobre si ésta debe entenderse sólo bajo estas coordenadas. En este sentido, así como el Bautismo presenta una lectura mucho más unívoca[25], dado que en él precisamente lo que se expresa es la pertenencia y adhesión a Cristo, la Santa Cena es susceptible de una lectura macroeconómica que contemple la distribución de la gracia también para quienes no son formalmente cristianos al no haber recibido el Bautismo.

¿Cuáles son los argumentos que darían pie a contemplar la Santa Cena desde una perspectiva macroeconómica y transcomunitaria? Existen fundamentalmente tres motivos que permiten explorar esta vía.

a)     La voluntad de comunión y participación

La Santa Cena viene definida en una confesión reciente de fe protestante como «comunión de los creyentes con la persona de Cristo y su obra redentora y [donde] por obra del Espíritu Santo se realiza también la comunión con el Padre y la comunión entre todos los participantes»[26]. Esta formulación no afirma necesariamente la pertenencia a la comunidad a fin de participar en la Santa Cena, dado que el término «creyente» puede entenderse en un sentido amplio, no necesariamente vinculado a un proceso de catecumenado e instrucción[27]. Es más, lo que el texto afirma es una voluntad de comunión y participación consciente en Cristo que bien puede darse en cualquier persona y en cualquier momento.

El documento La Iglesia: Hacia una visión común, de la X Asamblea del CMI en Busán, recala en una de sus citas en una anterior formulación del documento Bautismo, Eucaristía y Ministerio y recoge lo siguiente:

«La eucaristía presupone la reconciliación y participación de todos los que son hermanos y hermanas en la única familia de Dios: “Los cristianos son llamados, en la eucaristía, a la solidaridad con los marginados y a convertirse en signos del amor de Cristo, que vivió y se sacrificó por todos […] La eucaristía ofrece la nueva realidad que transforma la vida de los cristianos, a fin de que sean a imagen de Cristo y lleguen a ser sus eficaces testimonios”»[28].

La llamada a la comunión de la que participan los cristianos no es una que deba quedar circunscrita a ellos, sino que ésta escenifica una invitación a la Mesa dirigida a todos, un «todos» con el que los cristianos deben sentirse solidarios y acoger en su mismo seno. En este sentido, la celebración del sacramento no es solamente un «canal de gracia», sino que representa y efectúa una realidad, la de participación en la comunión con Cristo. Si la Santa Cena es capaz pues de transformar vidas, hay que creer que tal transformación puede acontecer en el acto mismo de la participación en ella para quien tiene la voluntad de comunión.

b)     La lógica distributiva de la gracia

Por otro lado, si nos regimos por la lógica distributiva de la gracia y de nuevo resaltamos el contexto creativo en el que se celebraron las primeras eucaristías, igualmente podríamos sostener no sólo una participación no restringida a quienes pertenecen a la comunidad o se han recibido el bautismo en otras comunidades (la «mesa abierta»), sino también a quienes no se han bautizado. Al contemplar la Santa Cena no como primariamente un ritual de pertinencia, sino como un espacio de encuentro, de comunión, que apunta no a esta realidad presente, sino que remite claramente a la dimensión escatológica[29], hay que concluir entonces que la Santa Cena es un acto que se abre al futuro (1Co. 15,28). Es en realidad todo lo contrario a una acto cerrado sobre sí mismo y acotado en el tiempo y el espacio, dado que la semántica que en él impera es la de la apertura y la comunión, es decir, movimiento hacia el otro que está más allá de mí, porque es así como se participa de la vida de Dios.

De hecho, es en la Santa Cena donde se concentran las ambigüedades de la práctica eclesial en el seno del oikos, pues aquí se dan cita distintas realidades (personales, comunitarias, vitales, existenciales, etc.). Todas ellas, sin embargo, reciben una nueva lectura desde el punto de fuga que es la presencia de Cristo en la celebración de la Santa Cena y la comunión con él.

Igualmente, hemos visto que fue en el seno del oikos y en su expresión más lograda, la Santa Cena, en la que las tensiones y ambigüedades cristalizaban. Pero también es en la Santa Cena donde se lidiaba con estas tensiones y se escenificaba un nuevo marco de relación económica, sustentado por la capacidad de permanecer en tensión: la participación en Cristo siempre tenía un carácter de «inconclusividad» que empujaba a un movimiento hacia fuera para traer hacia dentro. Esta es una capacidad que nuestras actuales celebraciones eucarísticas parecerían haber restringido en favor de la comodidad ritual.

c)     La práctica en la mesa del propio Jesús

            Este punto habla por sí mismo, por lo que no vamos a desglosarlo. La «Mesa inclusiva y abierta» de Jesús fue una de las escenificaciones más potentes y a la vez más conflictivas de su ministerio. A su mesa se sentaron pecadores, publicanos, parias, descastados, olvidados, rechazados, enfermos y un largo etcétera (Mc. 2,15, Lc. 5,19, 7,36…). Y todos ellos eran dignos de participar en el Banquete del Reino de Dios, independientemente de su condición social y de su alejamiento de lo que los valores de la época establecían como el estándar (Mt. 22,9), porque las comidas de Jesús son precisamente anticipación del Reino de Dios. De nuevo, hay que recordar que la nueva economía del oikos cristiano tuvo su origen en la mesa de Jesús.

Dada esta realidad, habría que concluir entonces que el espacio más creativo y dinámico, donde lo central se vuelve periférico y lo periférico central, es el que hemos blindado y soldado más en nuestras múltiples prácticas eclesiales. A este respecto, escribe Jürgen Moltmann:

«La cena del Señor se basa en una invitación, que es tan abierta como lo están los brazos de Cristo en la cruz. […] El carácter abierto de la invitación del Crucificado a su cena y su comunión rebasa todas las barreras confesionales. Rebasa asimismo los límites de la cristiandad, pues esta invitación va dirigida a «todos los pueblos», y ante todo, a los «pecadores y publicanos». De aquí que entendamos la invitación de Cristo no sólo como una invitación abierta a la iglesia, sino como una invitación abierta al mundo entero»[30].

La lógica distributiva de la economía de la gracia presupone equidad en el acceso a los mismos recursos y no competitividad, así como no devaluación de la gracia al margen de cuantos participen en ella. La Santa Cena es expresión de la oferta de gracia de Dios, y está abierta a todo aquel que quiera acercarse a ella. Por tanto, podríamos concluir que la participación en el banquete del Señor no está ligada a estar o no bautizado, sino a la voluntad de participar de esa gracia, esto es, de participar en la Vida que sólo se da en el Espíritu. Una oferta disponible a todo el mundo.

Conclusión

Dos reflexiones más nos ayudarán en esta cuestión. La primera es recordar que ninguno de los discípulos de Jesús presentes en la última cena había sido bautizado según el bautismo cristiano. Tampoco ninguno de quienes participaron en las multiplicaciones del pan y el vino, por cierto, una hermosa prefiguración proléptica de la Santa Cena en su horizonte de universalización. La segunda es la puntualización que hace la mujer siriofenica de Marcos 7,28 al mismo Jesús, y el acuerdo de éste, lo cual nos recuerda que en la Santa Cena se vehicula algo más que identidad social. En ella, se vehicula una manera de ser abierta al otro, aunque ese otro no cumpla los estándares normalizados. Todo ello nos invita a considerar seriamente quiénes y quiénes no pueden participar en la Santa Cena. La mesa de Jesús fue siempre una mesa abierta y acogedora, incluso para los más ajenos a las prácticas y los valores imperantes de la sociedad judía del tiempo de Jesús. Y esta actitud de apertura y acogida es la que se halla en el mismo corazón de la nueva oikos cristiana, de esta nueva economía de la gracia en la que la libre distribución de gracia impera sobre el principio de competitividad. En este sentido, como recuerda Moltmann, la Santa Cena no va sólo dirigida a quienes se entienden como cristianos, sino que tiene una proyección específicamente ecuménica y escatológica, en cuanto va dirigida a todo ser humano y expresa la voluntad del buen querer de Dios para toda la humanidad. Esto, y no otra cosa, es precisamente, en su sentido más literal, una «economía de la vida» enclavada en la gracia.El estudio que hemos venido haciendo hasta aquí nos invita pues a considerar la «economía» desde una nueva perspectiva, una que ciertamente sea fiel al sentido original del «ecumenismo» y que, por tanto, responda a una economía teológica de la gracia que circule libremente entre toda «la tierra habitable», es decir, entre todos los hombres y mujeres que la pueblan. En este sentido, la Santa Cena no es sencillamente un ritual vertebrador de identidad (que lo es) ni un recuerdo de Jesús (que, obviamente, lo es). La propia dinámica y naturaleza de la Santa Cena, contempladas desde la actitud de mesa abierta del mismo Jesús, que acogía en ella a los elementos más marginales de su contexto socioeconómico inmediato, junto con el carácter fuertemente escatológico de ésta, nos abocan como mínimo a contemplar la Santa Cena desde una perspectiva transcomunitaria y global (ecuménica). La participación en ella de elementos no formalmente cristianos ni degrada ni minusvalora el sacramento, sino que le da libertad para actuar como lo que realmente es, es decir, participación en la gracia de Dios abierta a todo ser humano. «Cerrar» la Santa Cena en realidad nos lleva a practicar una economía de la gracia en la que el valor que prima no es el de la libre distribución, sino el de la competitividad de unos frente a otros, algo totalmente ajeno a una economía teológica de la gracia bien entendida y practicada. La comunión que se expresa en la Santa Cena no tiene por qué ser una comunión entre cristianos, sino una comunión a la que todo aquel que se siente llamado a ella pueda participar.

Esta lectura de la Santa Cena ciertamente reta nuestras comprensiones clásicas. Es, desde luego, una perspectiva muy provocativa. Sin embargo, el motivo principal de esta exposición no es tanto abogar por una celebración de la Santa Cena o la Eucaristía con una perspectiva escatológica y abierta a todo aquel aquél que quiera participar en ella (lo cual, como se ha visto, sería sostenible en tanto signo escatológico[31]) sino, sobre todo, ayudarnos a considerar la celebración de ésta desde un punto de vista maximalista y más elevado, uno que sea real y literalmente ecuménico. Desde este horizonte de comprensión, las diferencias que pueden existir entre las diversas familias cristianas quedan matizadas y reducidas a su mínima expresión, pues si la Santa Cena es una invitación a toda la humanidad para participar en la comunión con Dios y en su banquete mesiánico, ¿cómo nosotros mismos, cristianos de distintas procedencias, vamos a negarnos unos a otros la participación en ella cuando todos creemos en un mismo Dios de Gracia, en un mismo Jesús que se entregó para la reconciliación del mundo? De nuevo me pregunto si con ello no estaremos implantando el principio de la competitividad en nuestras celebraciones por encima del de la libre distribución.

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*Este artículo es fruto de la ponencia que presenté en el XXIV Encuentro Ecuménico de El Espinar (Madrid), bajo el título «Un llamamiento a la acción para la economía de la vida: en favor de la economía» (julio de 2014).

[1] Sobre esta cuestión, una propuesta muy interesante es la de G. Bottinelli, Non a la fatalité du tout économique, Lyon 2006.

[2] Vale la pena anotar también los beneficios que ha supuesto para el mundo el crecimiento económico, sobre todo si consideramos la cuestión términos históricos: en 1820, el 84% de la población mundial vivía en la pobreza. En 1929, la cifra era del 56%. En 1992, lo era una quinta parte de la población. Entre el año 1820 y el 2000, el período con la reducción de pobreza más rápida ha sido el comprendido entre 1980 y 2000, cuando el índice de pobreza cayó un 23,3%. El problema no es el crecimiento económico ni la economía en sí, sino cómo se gestiona uno y lo otro, de lo cual nos alerta los índices de pobreza relativa, que también han crecido. Cf. J. Pettit, «A defense of Unbounded (but Not Unlimited) Economic Growth: The Ethics of Creating Wealth and Reducing Poverty», Jounral of the Society of Christian Ethics 30/1 (2010) 183-204.

[3] R. Aguirre, «La casa como estructura base del cristianismo primitivo: las iglesias domésticas», Estudios Eclesiásticos 59 (1984). p. 28.

[4] El término paterfamilias no necesariamente se refería en la Antigüedad a un cabeza de familia, sino al dueño de propiedades. Sin embargo, normalmente el uso actual que se hace de él refiere al primer sentido. Cf. P. Saller, «Pater Familias, Mater Familias, and the Gendered Semantics of the Roman Household», Classical Philology 94 (1999) 182-197. Para la organización de las casas que refleja el Nuevo Testamento, cf. C. Osiek y D. Balch, Families in the New Testament World: Households and House Churches, Louisville 1997.

[5] Para conocer más sobre la organización de la familia romana, B. Rawson, «”The Roman Familiy” in Recent Research: State of the Question», Biblical Interpretation 11/2 (2003) 121-138.

[6] En realidad, los clientes de un patrón pasaban a formar parte de la familia de éste, según se entendía en el mundo romano el concepto «familia». Para conocer más sobre cómo funcionaban las redes clientelares, véase el primer capítulo de R. Aguirre (ed.), Así empezó el cristianismo, Navarra 2011.

[7] L. E. Vaage, «An Other Home: Discipleship in Mark as Domestic Ascetism», The Catholic Biblical Qutarerly 71 (2009) 741-761.

[8] Esta última referencia sólo es aplicable al mundo romano, no al clásico griego. Cf. Winters, Roman Wives, Roman Widows: The Appearance of New Women and the Pauline Commuinties, Michigan 2003.

[9] Como ilustra el papel de las mujer en las primeras comunidades. Cf. Osiek, El lugar de la mujer en la iglesia primitiva, Salamanca 2007.

[10] Cf. A este respecto, S. Guijarro, Fidelidades en conflicto. La ruptura con la familia por causa del discipulado y la misión en la tradición sinóptica, Salamanca 1998.

[11] C. Bernabé, «Of Eunuchs and Predators: Mt. 19,12», Biblical Theological Bulletin 33 (2003) 128-134.

[12] C. Gil, «El desarrollo de la tradición paulina» en R. Aguirre, Así empezó… pp. 255-292.

[13] F. Rivas, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Navarra 2011. p. 111 y ss.

[14] Las primeras referencias al ágape entendidas como «comidas ofrecidas a los pobres de la comunidad» y en las que no está muy claro el contexto eucarístico son de Ignacio de Antioquía. A mediados del siglo II, la separación entre ágape y Eucaristía ya parece ser un hecho, tal como muestra la Primera Apología de Justino (c. 150). Cf. F. Rivas, «El nacimiento de la Gran Iglesia» en R. Aguirre (ed.), Así empezó…, p. 438ss. Sin embargo, según la Didajé (c. 70), para participar en la Mesa del Señor hay que estar bautizado.

[15] F. Rivas¸ La vida… o.c., 112.

[16] Cf. p. ej. E. Skidelsky, «The Emacipation of Avarice», First Things 5/2011 33-39.

[17] La bibliografía es abundante en este tema: R. C. Hancock, Calvin and the Foundations of Modern Politics, Ithaca 1989; S. Buce, «Did Protestantism create Democracy?», Democrazitation 11/4 (2004) 3-20; M. Zafirovsky, «The Most Cherished Myth: Puritanism and Liberty Reconsidered and Revised», The American Sociologist 38/1 (2007) 23-59; J. D. Tracy (ed.)¸Luther and the Modern State in Germany, Kirksville 1986; R. Rémond, Religion and Society in Modern Europe, Oxford 1999.

[18] « Claro que habría de ser absurdo salir a la defensa de la tesis doctrinaria puesto que, según ella, el “espíritu capitalista” (con el mismo sentido eventual que le hemos dado) únicamente pudo surgir debido a la influencia de la Reforma y, entonces, el capitalismo sería un fruto suyo. En primer lugar, esta tesis queda refutada por el hecho de que mucho antes del movimiento reformista —y ello es bien sabido— ya existían importantes formas de economía capitalista. Lo que se requiere dejar sentado es si las influencias religiosas tomaron parte, y hasta qué extremo, en los pormenores y el desarrollo cuantitativo del “espíritu” relativo al mundo y cuáles son, en definitiva, los visos que la civilización capitalista les debe». M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, México 1979. p. 54.

[19] K. Tanner, «Economy of Grace», Word & World 30/2 (2010) 174-181. Este artículo plantea el tema principal del libro publicado en 2005, con el mismo título.

[20] «A través del perdón de los pecados, somos libres de cualquier necesidad de justificarnos a nosotros mismos, de cualquier necesidad de romantizar, convertir en ídolo o demonizar al vecino, liberados de la atracción o repulsión por las cosas temporales». D. G. Lange, «A Communion That Is Holy: A Gospel Economy», Word & World 30/2 (2010) 182-190.

[21] Esto es lo que W. Pannenberg denominaba la «estructura extática de la fe». Cf. su Teología sistemática¸ Vol. III, Madrid 2007. Pp. 211ss.

[22] Por mucho que las teologías de la prosperidad y otras prácticas meritocráticas se empeñen en hacer.

[23] Tanner, op. cit. 180.

[24] Y que tienen su reflejo en los documentos que ha ido generando el Consejo Mundial de Iglesias, desde el documento Bautismo, Eucaristía y Ministerio, a los más recientes de Busán 2010.

[25] Una declaración actual de fe protestante dice: «[Quien lo recibe] es hecho objeto de los beneficios de la gracia, incorporado a la Iglesia y hecho partícipe de la redención por la sangre de Jesucristo». El sentido de pertenencia, pues, queda en primer plano.

[26] Confesión de Fe de la Iglesia Evangélica Española, que puede consultarse aquí.

[27] De nuevo, es bueno recordar que en el Nuevo Testamento no existe un periodo de catecumenado explícito entre el acto de conversión y el de bautismo: quienes creían eran inmediatamente bautizados.

[28] Consejo Mundial de Iglesias, La Iglesia: hacia una visión común, Ginebra 2013. p. 28. La cursiva es mía. El documento puede consultarse aquí.

[29] «Todas las veces que comiereis este pan y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga» (1Co. 11,26).

[30] J. Moltmann, La iglesia, fuerza del Espíritu. Hacia una eclesiología mesiánica, Salamanca 1978. Pp. 294-295. Cursiva en el original. En las páginas siguientes, Moltmann elabora más específicamente la conexión Cena del Señor – Banquete del Reino de Dios.

[31] En realidad, la práctica de la Mesa cerrada, desde la ortopraxis de Jesús que hemos visto, presenta tantas problemáticas como la Mesa abierta. La diferencia es que siglos de tradición lectora y práctica eclesial nos incapacitan para identificar la incoherencia.

 

Mireia Vidal i Quintero

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