Posted On 17/06/2021 By In Biblia, portada With 1810 Views

El amor como hospitalidad. La “verdad” en la Biblia y la inadecuación | Juan Calvin Palomares

Si nos preguntamos qué es la verdad en un contexto cristiano, tiene una respuesta clara: Cristo es la verdad. El sentido de esta expresión es más complejo de lo que puede parecer en un principio, pues, en primer lugar, surge la pregunta sobre nuestro propio entendimiento de lo verdadero.

Para un lector nacido en el s. XX, o quizá, en el caso de uno más joven, en el s. XXI, la “verdad” suele resultarle vinculada, o bien a la física, o bien a la historia, o quizá a la sociología o a la biología, pero, en todo caso, a una comprensión de lo verdadero que se destila de un cientifismo. Por tanto, no es extraño que en nuestro contexto actual, forcemos lo narrado en el texto bíblico para adecuarlo, más que al conocimiento positivo de las ciencias, a una manera de entender la verdad propia de la comprensión, muchas veces superficial, de estas.

Ahora bien, ¿el texto Bíblico puede ser leído en las claves de la adecuación a la realidad? o, ¿la verdad en la Biblia, más que una serie de propuestas metafísicas, a lo que responde es a una ética basada en la acción fecunda? Fecundidad, y hospitalidad, dos claves del profetismo, iluminan lo que nos ofrecen las Escrituras en una comprensión de lo verdadero que narra sobre la inadecuación. Esa claridad con la que creemos que el texto bíblico nos habla de realidades físicas, históricas, o biológicas, como si éste fuera un libro de ciencia universal, como si las Escrituras tuvieran las respuestas para todo, queriendo dotar a la misma de un valor desmedido y fantasioso, acaba por hacer de ésta una sombra impropia oscureciendo su propio valor.

Es la herencia griega, madre de la ciencia, o la filosofía, en un sentido muy general, la que entiende la verdad como una búsqueda de las esencialidades eternas de la naturaleza, desde donde la verdad es lo claro y lo distinto, aquello que para los antiguos podía percibirse con el ojo: el ojo como el órgano más capaz de captar con claridad las diferencias en la naturaleza (escribió Aristóteles en su Metafísica). Y nosotros, herederos de la tradición griega, entendemos la verdad como aquello que puede distinguirse con claridad en la observación objetiva de lo real. La filosofía encuentra esa distinción de lo claro y lo distinto, esa pretensión de objetividad, en el interior de la subjetividad, en el yo: un movimiento que marcará el pensamiento desde la Modernidad hasta nuestros días. El espíritu es el mismo: la verdad es aquello que puede discernirse clara y distintamente, de forma objetiva, sea en la naturaleza o en la psique.

Al pretender que la Biblia se adecue a la realidad generamos una violencia contra la alteridad, contra la irreductibilidad de lo distinto, del testimonio, irreconciliable con un sistema: una violencia contra lo diferente, la violencia de la totalidad del sistema metafísico impropia de la sabiduría que encontramos en el texto bíblico. Ese yo claro y distinto desde el que analizamos el mundo, ese yo como la esencia de lo humano, atenta contra una comprensión de la persona propia del texto bíblico: la verdad como hospitalidad, el amor como hospitalidad, cuyo sentido va más allá de la esencia y que se fundamenta en lo infinito.

La verdad, como aquello que se ve claramente, que nos ofrece una distinción, en realidad se basa en la mismidad, en la igualdad, de los diferentes; pues desde esa comprensión de la verdad, como lo que tiene que adecuarse a la realidad, esperamos que el texto nos hable de lo mismo que ocurre en nuestro día a día, esperamos que la Escritura nos aclare aquello que es igual entre el texto y nuestro contexto; pero la hospitalidad es una promesa que nos señala aquello inadecuado del mundo. Por esto, más que lo igual, lo mismo, lo esencial, lo real, y toda una batería de conceptos que responden a una verdad centrada en lo que se ve con claridad (sea en la naturaleza o en el interior de la psique), basada en la metafísica, y, por tanto, en la adecuación, la Biblia, sin embargo, narra sobre lo desigual, sobre la pobreza, acerca de la viuda, y del huérfano, sobre una verdad como ética, como inadecuación. Mientras que en la metafísica la verdad se adecua a la realidad y esperamos una claridad entre los distintos equiparados en la mismidad de una totalidad, en la Biblia se nos presenta una ética que se inadecua a la realidad, que señala lo infinito de la promesa divina, y que entiende lo verdadero como lo hospitalario y fecundo ante la alteridad: la religión pura y sin mácula es visitar a los huérfanos y a las viudas, nos enseña Santiago, como una promesa de hospitalidad en el marco de lo inadecuado de la pobreza.

¿Dónde se produce este deseo por el otro que aparece como inadecuación? ¿Dónde lo Infinito se muestra en esa llamada ética hacia el prójimo? En el rostro del otro, ilumina Levinas en su filosofía (recogiendo la herencia del profetismo para la misma). El rostro del otro, aquello que nos hace únicos: el testimonio, irreductible a ningún principio, sistema, o totalidad. Leemos el texto bíblico y esperamos que éste nos hable de lo claro y de lo distinto, de lo visible, de aquello que se adecua a lo real; pero este texto, como una suma inmensamente plural de textos, nos narra sobre el otro como un rostro irreductible a lo mismo; nos narra sobre el otro como un misterio sagrado, la verdad como testimonio vivo, y la inadecuación como un principio que señala a la promesa de hospitalidad.

La Biblia narra un porvenir que ya se ha hecho presente en Jesucristo, cuyas palabras son promesas presentes de un amor y de una verdad que no es adecuación a la realidad, sino una expresión de inadecuación como llamada a la hospitalidad. En la Biblia sólo el desbordamiento de lo otro es real: abrimos los ojos cuando nos sorprende en el camino el samaritano y atiende nuestras heridas acogiéndolas como propias.

Al leer el texto bíblico como un cuerpo de conocimientos relevados, claros y distintos, al decir que la Biblia nos habla de realidades evidentes, al esperar de ella que se adecue a lo real, podemos perder de ésta su calidad de inadecuación, su promesa de hospitalidad, podemos olvidar que sus textos giran en torno a la revelación del extraño, del enemigo, de lo que no es igual a uno mismo, y cuya verdad depende del testimonio vivo. Lo claro y lo distinto, la verdad que se adecua a lo real implica simetría: es la justicia del ojo por ojo. Lo inadecuado de la pobreza, sin embargo, nos habla de una justicia asimétrica: es la justicia de amar a los enemigos y a los extraños. La razón, en la adecuación a la realidad, ensalza la libertad del yo, y, en su pretensión de universalidad y de totalidad, se muestra impersonal, inhumana, y no como un testimonio único.

La Biblia es un texto cuyo valor se encuentra en su constitución como una fuente de testimonios, de rostros distintos, que nos narran sobre la inadecuación de la vida y que en su relevancia nos señala una promesa presente de hospitalidad. Si desde la fe creemos que Cristo es la verdad, no es desde la base de declarar un contenido, como si fueran unas palabras mágicas que nos salvarán de no sé qué peligros de ultratumba, tampoco como si fueran unas fórmulas matemáticas que desvelan mecanismos ocultos de la naturaleza humana o divina, sino que lo real se encarna en un testimonio concreto, vivo, de quien es guiado por un espíritu de inadecuación, de pobreza, como la primera Bienaventuranza nos enseña.

La acogida de lo otro, como hospitalidad, como amor, es una de las contribuciones más sugerentes del profetismo en la filosofía de Levinas. Creo que son una riqueza inmensa para el cristianismo los aportes de este filósofo, o de otros como Buber o Rosenzweig, pues nos permiten hacer una reflexión que haga justicia al sentido propio de los textos bíblicos más allá de las aproximaciones basadas, como venimos diciendo, en la adecuación a la realidad, más propias de la fisiología griega, y su influencia en cierta teología, que de los testimonios vitales que componen el texto bíblico. El amor va hacia lo otro en un vínculo anterior a la propia intencionalidad y libertad del yo: la hospitalidad es acción, pues somos, antes que libres, responsables de la libertad del otro.

En resumidas cuentas, la Biblia se aproxima mucho más a una suma de testimonios vitales cuya inadecuación, en la narración de la vulnerabilidad, nos ofrece una propuesta ética cuya tarea es infinita, que a una serie de propuestas metafísicas basadas en principios filosóficos propios de unas ciencias que, por otra parte, ya están obsoletas. No se trata sólo del erotismo sensible de lo otro, de la radical diferencia de aquello que hace a lo otro aparecerse ante la mirada como rostro; tampoco es sólo una cuestión espiritual en la transcendencia del Otro, como ese signo divino en la mirada del prójimo; la hospitalidad se da en la tensión infinita entre el deseo y la necesidad, entre lo transcendente y lo inmanente, entre el ser y el no ser: más allá de la muerte y de la esencia, donde el testimonio puede expresarse con toda la debilidad de la desnudez, cuya contrapartida narra sobre la infinitud divina. El amor como hospitalidad es un límite evocado desde el profetismo, más que una utopía, pues no sólo es lejano, sino inconcebible en los marcos de sentido de una filosofía de la adecuación.

En el límite del ser y no ser, apuntando a la vulnerabilidad del otro, acontece lo tierno, lo Otro, en cuya ternura desborda el mundo infinitamente, acogiéndolo. En la llaga, en la herida, la materialidad excede, se desborda. La desnudez, como extrema franqueza del ser, se opone a la nada como ese algo que genera angustia, y se revela como una nada «más nada que la nada», como el espacio entre el ser y el no ser; como el vacío de la llaga donde no hay carne que tocar (Jn 20, 27) (¿en el vacío de la llaga, en el vacío de una carne que ya no está, en la herida del costado de Jesús, de la Salvación, se encuentra un símbolo de esta tensión entre el ser y el no ser?). En el testimonio no prima una adecuación a la realidad, importa poco si se ajusta, o no, con precisión a unos hechos históricos, o a unos fenómenos físicos, a lo que es o a lo que no es: lo que de verdad importa en el testimonio, de lo que la Biblia está hecha, es su calidad de palabras desnudas, llenas de la vida, de quien es único en su vulnerabilidad. Lo que nos muestra la Biblia es un conjunto de rostros auténticos animados por la ternura infinita de Dios. ¿La pretensión de objetividad, en unos textos constituidos como testimonios del amor divino, no es tan ridícula como exigir que alguien nos ame de forma objetiva?

El oxímoron entre la desnudez de Noé ante sus hijos, y la desnudez de los amantes en el Cantar de los Cantares, entre la vergüenza de la nada como angustia, y la nada «más nada que la nada» de la creación, es un problema que señala el fondo de lo que aquí se está exponiendo: en la mirada que se adecua a la realidad del observador, que concluye desde la observación objetiva, no es el amor, ni por tanto la hospitalidad, lo que prima, sino el juicio en una justicia basada en el criterio del ojo humano. El ojo por ojo no es que vaya a dejar a la humanidad ciega un día (como comenta Gandhi), es que nos mantiene en la ceguera de creer que el testimonio debe adecuarse a la simetría que exigen los sistemas propios de una verdad histórica, física, biológica o sociológica (no importa que paradigma científico, pues aquí no se está hablando de estas ciencias, sino del sentido de lo verdadero que se destila de las mismas para el lector de la Biblia).

Aquí no se está insinuando, de ninguna manera, que las ciencias sean irrelevantes, ni tampoco que no sea necesario que se hagan puentes entre éstas y la Escritura, pero en última instancia el sentido de la Biblia responde a un espíritu cuya verdad no es el que se destila de las nociones básicas sobre la adecuación a la realidad y que todos nosotros hemos ido aprendiendo, muchas veces sin darnos ni siquiera cuenta de ello, en un mundo impregnado por una comprensión de lo real mediado por un cientificismo que reduce lo verdadero a la objetividad de lo claro y lo distinto. Ya lo hemos dicho: mientras lo griego se preocupa por la adecuación a lo real, lo hebreo explora la inadecuación de la pobreza en el testimonio.

En esos dos movimientos opuestos entre la caricia del Cantar y la vergüenza de Noé, arde el corazón ardiente, desnudo, en una visibilidad que nada tiene de clara y distinta, pues narra sobre la pobreza del espíritu humano. La caricia pretende coger una cuerda lanzada desde el futuro, pero no puede agarrarla, pues para ello debería cerrar el puño, y el amado, en su cuerpo vulnerable, no espera puñetazos, sino caricias. La caricia no pretende agarrar, sino explorar, se deshace en lo que siempre va un paso más allá; su espacio es el de la ausencia, no como un vacío abstracto, pues es una ausencia que evoca el porvenir de la pobreza. En el Levantamiento la amada, susceptible de caricias, desnuda, se sitúa y se cita, más allá de lo objetivo, más allá de la esencia, más allá de una verdad como adecuación. En el Levantamiento el cuerpo vulnerable avanza en una caricia imposible y ese testimonio insuperable en esperanza nos interpela en la promesa de una infinita ternura divina, nos llama a la hospitalidad del enemigo y del extraño.

Si conceptuamos la pobreza, la desnudez, o la vulnerabilidad, si sistematizamos a la viuda o al huérfano, si la hospitalidad o la fecundidad son claves metafísicas en vez de éticas, si plegamos el texto bíblico a esquemas y sistemas de realidad, esencialidad, claridad, u objetividad, convertiremos a la Biblia, desgraciadamente, en el libro gordo de Petete, haciéndole responder a lo que le es impropio, desatendiendo su valor insuperable en la narración de testimonios vivos y desnudos, en cuya esperanza la nuestra se hace posible.

 

Juan Calvin Palomares

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