Posted On 05/04/2024 By In Opinión, portada With 682 Views

Un excéntrico Dios. La pascua de quienes tampoco tenemos lugar en el mesón | Eliana Valzura

“¿Quién es Dios?”, “¿Cómo es Dios?”, “¿Qué es Dios?” son tres preguntas que todo teólogo —digo más— toda persona de fe —y más— toda persona se hace en algún momento de su vida. La realidad de la existencia, la inminencia de la muerte o la intemperie que es vivir, pero también la maravilla de la vida, el amor, el placer, el mundo, el cielo estrellado, nos interpelan siempre —creyentes o no— con estas preguntas. Algunos y algunas las contestarán desde el teós y otros y otras desde el a-teós: pero las preguntas siempre estarán allí, dispuestas a desatarse sobre nosotros.

Las respuestas nunca son ni fueron uniformes: cuando creemos que ya lo tenemos, el objeto de esas elucubraciones desaparece con la habilidad del escapista. Claro que sí: hay por ahí muchas personas felices llevando por el mundo una caja —cuadrada, pequeña y cerrada— con un gran moño festivo, en la que están seguras que tienen a Dios comprendido. ¿Qué digo comprendido? Definido, descripto, delimitado, aclarado, apostrofado y con notas al pie. Ese Dios está en eje, es el cosmos frente al caos, ocupa el centro y equilibra todas las balanzas de la vida. Un Dios prolijo, podríamos decir. Un Dios que emprolija la vida también, la ordena, la normaliza, la estructura, le da un norte y un origen, explica el sinsentido, le ofrece una causa a toda consecuencia y simplifica los grandes misterios. ¿Quién no querría un Dios así? ¿Quién no necesita el amparo de su sombra benéfica?

También estamos los otros y las otras, cristianos y cristianas desprolijos y desbalanceados, con una flor en la oreja y la corbata desencajada, sobre el hombro, encima de una camisa mal abrochada. No llevamos esa cajita con moño porque no sabemos cómo ni dónde se encuentra y porque, casi siempre, nos enfrentamos al misterio con cara de pregunta y apenas un balbuceo entre los labios.

Para nosotros y nosotras, el Dios en el que creemos es excéntrico y dinámico, porque queremos asegurarnos de que su excentricidad no se vuelva el centro de ningún cosmos: que siempre se desmarque de lógicas y dogmas, que haga gambetas con aserciones y normalidades, que sea tan luminoso que ciegue nuestros pequeños e ineptos ojos deseantes.

Y es así, porque solo un Dios excéntrico pudo nacer carne humana mortal y defectuosa, carne humana necesitante, carne humana que depende de alimento, abrigo y cuidado, carne humana erótica, carne humana que se enferma y sufre, carne humana dispuesta al deseo y el placer. Carne humana mujer, niño, niña, viuda, huérfana, pobre.

Solo un Dios como este pudo salirse de su centro, desencaramarse, desotrarse, hacerse a, hacerse con, hacerse en.

Solo un Dios así pudo abdicar de todas las atribuciones que los pueblos de antaño le concedieron, haciendo un trueque inverosímil entre los cielos de los cielos que no lo pueden contener y las mínimas dimensiones de una improvisada cuna con ramas y telas en un corral cualquiera.

Solo alguien así —inmortal, invisible, único y sabio Dios, según sus seguidores proclamaban— pudo caminar, sin pompa y sin ornatos, los pocos pasos que lo separaban de dos palos mortales y de algunos clavos afilados y amenazantes.

Transpirado, sucio, seguramente apestando a olores de tierra, sangre y orina, la cara atravesada por gotas de sudor y lágrimas contra un fondo de mugre, levantó los ojos al cielo buscando aquel abrigo. Qué extraño que justo él no tuviera en las manos esa cajita con moño de tan sublime contenido en ese momento de extrema debilidad. Pero no. Tenía su Lama Sabactani, igual al nuestro. Porque era un Dios excéntrico: no solo porque le huía al centro, porque amaba las periferias y los bordes de los bordes, porque se asimilaba a los descartados, a los descarrilados, a los a-normales, a los mirados por encima del hombro, sino también porque era raro y extravagante. Raro, sí. Dije bien. Raro para los normales, las prolijas, los religiosos, las pulcras, los santos, las impolutas. Y había hecho un recorrido de cien a cero desde un cielo a la cuna de Belén.

El Dios excéntrico por vocación y decisión está ahora colgando de una muerte injusta, de un asesinato. Tuvo que endurecer el rostro para llegar hasta allí sabiéndolo. El juicio improvisado podría haber tenido esta sentencia: Jesús de Nazaret, excéntrico. Excéntrico por mí. Excéntrico por vos. Excéntrico por todos, todas, todes. Especialmente excéntrico por los y las pobres de todas las pobrezas, cualesquiera que sean.

Estoy parada frente a esa cruz, mirándolo de lejos. Ni en la más ambiciosa fantasía sueño con encerrar estas dos o tres intuiciones en mi propia cajita de certezas indubitables.

Solo tengo un abrigo tierno, como el que se tiene bajo un sol de mediodía en un día otoñal de cielo despejado: no sé muy bien qué es que haya resucitado y no creo para nada que luego de eso se haya vuelto a sentar en ningún trono. Pero, nació por mí, Jesús, el Cristo, nació por mí. Y esa osada excentricidad a mi favor no iba a ser perdonada por los inmaculados.

 

 

 

Eliana Valzura

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