“El cadalso no es únicamente una máquina de muerte. Es también el símbolo más obsceno y antiguo del impulso que conduce a la humanidad a su auto-destrucción moral… Es el denominador común del salvajismo primitivo, el fanatismo medieval y el totalitarismo moderno. Representa todo lo que la humanidad debe rechazar si desea sobrevivir su crisis actual.”
Arthur Koestler1
Reflexiones iniciales: de cadalsos y suplicios
El sueño del celta (2010), de Mario Vargas Llosa, gira alrededor de la vida y la muerte del irlandés Roger Casement. 2 Casement adquirió prestigio por sus informes sobre la inmisericorde explotación que la corona del rey belga Leopoldo II imponía a nativos africanos del Congo y la cruel opresión que indígenas de la región amazónica limítrofe entre Perú y Brasil padecían en manos de una compañía cauchera. Entre otros honores y honras, esos reportes le valieron su nombramiento de caballero por la corona inglesa en 1911. Pero todas esas distinciones no le protegieron de ser ahorcado, el 3 de agosto de 1916, por su adhesión a la insurrección nacionalista irlandesa, acontecida durante la semana santa de ese mismo año.
El centro narrativo de esta novela de Vargas Llosa es la angustiosa espera por la decisión de la alta jerarquía británica de si conmutar o no la sentencia de muerte emitida por un tribunal militar contra Casement. Es esa agónica espera, a la sombra del cadalso, lo que imparte pasión y suspenso a la narración. En sus Reflexiones sobre la guillotina, Albert Camus describe la angustia del condenado a muerte que solicita indulto: “La tortura de la esperanza alterna con las angustias de la desesperación… Espera durante el día, desespera durante la noche. A medida que pasan las semanas, la esperanza y la desesperación aumentan y se hacen igualmente insoportables… Todo se decide al margen de él. Ya no es un hombre, sino una cosa que espera ser manejada por los verdugos.”3 El cadalso, invisible pero definitivo y decisivo, es el trasfondo que articula los ejes literarios de El sueño del celta.
Roger Casement, crítico severo de los abusos y atropellos imperiales contra nativos, indígenas y naciones colonizadas, patriota irlandés, homosexual de armario en tiempos de homofobia institucionalizada, termina sus días ascendiendo lenta y pesadamente los escalones del cadalso que le conducen a la violenta y prematura conclusión de su vida y anhelos libertarios. No es el primero, tampoco será el último, a quien se le confiere tan amargo destino.
Los esfuerzos por abolir la pena de muerte no son recientes. Tomás Moro, en su célebre libro Utopía (1516), criticó agudamente la tendencia, en la Gran Bretaña de su época, de aplicar la pena de muerte a quienes percibían el robo como único camino viable para aliviar su miseria. El personaje central de esa obra, Rafael Hitlodeo, repudia con vigor las ejecuciones de vidas humanas – “Estoy absolutamente convencido… de que quitar a un ser humano la vida porque ha quitado dinero es de todo punto inicuo, pues ni siquiera todas las posesiones juntas que proporciona la fortuna pueden igualarse con la vida humana” – y manifiesta el carácter prioritariamente rehabilitador del sistema penal al aseverar que la retribución pública debe orientarse “a extirpar los vicios, respetando a los seres humanos, tratándolos de tal manera que puedan volverse buenos y reparar el daño hecho previamente por ellos».4 Es irónico y paradójico recordar que Moro, crítico de la aplicación generalizada de la pena capital, terminó sus días decapitado por su fidelidad a sus principios religiosos y su oposición a la corona de Enrique VIII, a la que por tanto tiempo sirvió con diligencia.
Hoy se habla de la ejecución indolora como si se tratase de un “parto sin dolor”. Se ejecuta fuera de la plaza pública, en secreto, y con técnicas letales que, se alega, no son crueles o inhumanas. Se trata, si me permiten los términos escolásticos, de alterar los accidentes sin cambiar la esencia de la cuestión: la alegada facultad del estado a decretar la muerte de un ser humano. Hubo un tiempo, sobre todo cuando se trataba de personas que cuestionaban con vigor la validez de uno de los dos grandes poderes sociales – el estado o la iglesia – que la ejecución del reo era pública y atrozmente cruel. En ello estribaba, se pensaba, su eficacia intimidante.
¿Cómo no sobrecogerse ante el aterrador auto de fe efectuado en 1559, en Valladolid, en presencia del rey Felipe II y con un sermón amonestador del eminente teólogo Melchor Cano, que con tanta dolorida sensibilidad recrea el escritor español Miguel Delibes en su novela El hereje (1998)? Hallados culpables de la herejía reformada, tildados de enemigos feroces de la fe y del patriotismo de España, los prisioneros sufren el escarnio público y son luego quemados lentamente en la hoguera. Es quizá el máximo aporte de Delibes a la memoria de los maltratados y perseguidos en su patria por el ejercicio de la libertad de su conciencia personal.5
En ese mismo siglo XVI, Michel de Montaigne responde a las acusaciones de barbarie que europeos cristianos hacían a los indígenas americanos, por su alegada antropofagia, describiendo, en su ensayo De los caníbales , la manera con que en la Europa cristiana en ocasiones se trataba a personas acusadas de herejía: “Nosotros sabemos, no sólo por haberlo leído, sino visto ha poco (y no entre enemigos antiguos, sino entre vecinos y conciudadanos y so pretexto, para colmo, de piedad y religión) que aquí se ha estado desgarrando… con muchas torturas, un cuerpo lleno de vida, asándolo a fuego lento y entregándolo a los mordiscos y desgarros de canes y puercos. Esto es más bárbaro que asar y comer a un hombre ya difunto.”6 A causa de sus divergencias doctrinales, Jan Hus en 1415, Girolamo Savonarola en 1498, Miguel Serveto en 1553, y Giordano Bruno en 1600, sufrieron la cruel muerte de la hoguera azuzada por las inquisiciones dogmáticas. Son víctimas emblemáticas de muchas otras vidas inmoladas en el sagrario de la ortodoxia intransigente.
La ejecución de disidentes religiosos, dicho sea de paso, no fue hábito exclusivo del Viejo Mundo. El 1 de junio de 1660 la colonia puritana de Massachusetts ahorcó, en la plaza pública de Boston, a Mary Dyer por haberse adherido a la Sociedad Religiosa de los Amigos (cuáqueros) y defendido el derecho de los cuáqueros a existir y congregarse. Desde el 9 de junio de 1959, los visitantes a Boston pueden ver, frente al capitolio estatal, una estatua de tan valerosa mujer como expresión de arrepentimiento por su ejecución.7
Respecto al trato conferido a disidentes políticos, aterrador es el relato con que el filósofo francés Michel Foucault inicia su libro Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión (1975). En una primera sección de ese libro, titulada Suplicio, describe el tormento público que en 1757 sufre Robert François Damiens cuyo delito ha sido conspirar contra Luis XV.
“Damiens fue condenado, el 2 de marzo de 1757, a pública retractación ante la puerta principal de la Iglesia de París, a donde debía ser llevado y conducido en una carreta… y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado [deberán serle] atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas… y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento.
Aseguran que aunque siempre fue un gran maldiciente, no dejó escapar blasfemia alguna; tan sólo los extremados dolores le hacían proferir horribles gritos y a menudo repetía: ‘Dios mío, tened piedad de mí; Jesús, socorredme.’
A continuación, un ayudante… tomó unas tenazas de acero hechas para el caso, largas de un pie y medio aproximadamente, y le atenaceó primero la pantorrilla de la pierna derecha, después el muslo, de ahí pasó a las dos mollas del brazo derecho, y a continuación a las tetillas. A este oficial, aunque fuerte y robusto, le costó mucho trabajo arrancar los trozos de carne que tomaba con las tenazas dos y tres veces del mismo lado, retorciendo, y lo que sacaba en cada porción dejaba una llaga del tamaño de un escudo de seis libras.
Después de estos atenaceamientos, Damiens, que gritaba mucho aunque sin maldecir, levantaba la cabeza y se miraba. El mismo atenaceador tomó con una cuchara de hierro del caldero mezcla hirviendo, la cual vertió en abundancia sobre cada llaga. A continuación, ataron con soguillas las cuerdas destinadas al tiro de los caballos, y después se amarraron aquéllas a cada miembro a lo largo de los muslos, piernas y brazo…
Los caballos dieron una arremetida, tirando cada uno de un miembro en derechura, sujeto cada caballo por un oficial. Un cuarto de hora después, vuelta a empezar, y en fin, tras de varios intentos, hubo que hacer tirar a los caballos de esta suerte: los del brazo derecho a la cabeza, y los de los muslos volviéndose del lado de los brazos, con lo que se rompieron los brazos por las coyunturas. Estos tirones se repitieron varias veces sin resultado. El reo levantaba la cabeza y se contemplaba. Fue preciso poner otros dos caballos delante de los amarrados a los muslos, lo cual hacía seis caballos. Sin resultado…
Después de dos o tres tentativas, el verdugo Samson y el que lo había atenaceado sacaron cada uno un cuchillo de la bolsa y cortaron los muslos por su unión con el tronco del cuerpo. Los cuatro caballos, tirando con todas sus fuerzas, se llevaron tras ellos los muslos, a saber: primero el del lado derecho, el otro después; luego se hizo lo mismo con los brazos y en el sitio de los hombros y axilas y en las cuatro partes. Fue preciso cortar las carnes hasta casi el hueso; los caballos, tirando con todas sus fuerzas, se llevaron el brazo derecho primero, y el otro después…
Los cuatro miembros, desatados de las sogas de los caballos, fueron arrojados a una hoguera dispuesta en el recinto en línea recta del cadalso; luego el tronco y la totalidad fueron en seguida cubiertos de leños y de fajina, y prendido el fuego a la paja mezclada con esta madera… En cumplimiento de la sentencia, todo quedó reducido a cenizas…”8
Hace apenas dos semanas, la disolución del parlamento de Uganda impidió la consideración de un proyecto de ley que posibilitaría condenar a la pena de muerte a quienes incurran en alegada conducta de “homosexualidad agravada”. El nuevo parlamento ugandés determinará, en su momento, el destino de esa desafortunada propuesta que difama a unos seres humanos y los culpa, por su orientación sexual, de violar la ley divina y contaminar la moralidad de su sociedad. Su aprobación sería un infausto retroceso a prácticas letales de discriminación y exclusión que poco a poco, quizá con excesiva lentitud, la humanidad ha ido superando y dejando atrás.
Ha sido Albert Camus quien más ha influido en mi forma de pensar sobre la pena de muerte. En 1957 publicó el extenso ensayo ya antes mencionado, Reflexiones sobre la guillotina, el cual es lectura obligatoria para quien se proponga pensar crítica e inteligentemente sobre este asunto. 9 Se inicia relatando el horror que sintiera su padre tras presenciar una decapitación por guillotina. De alguna manera misteriosa ese terror se transmitió a su sensible y brillante hijo, quien ha pasado a la historia de las letras y el pensamiento como uno de los críticos más elocuentes y sagaces de la tradicional facultad del estado y la sociedad de poner fin a la vida de delincuentes o disidentes. La conclusión de Camus, expuesta y desarrollada a lo largo de su escrito, es firme y categórica: “la pena de muerte mancha a nuestra sociedad y sus partidarios no pueden justificarla racionalmente… [es] un ultraje a la persona y al cuerpo del [ser humano]… No habrá paz duradera ni en el corazón de los individuos ni en las costumbres de las sociedades hasta que la muerte no quede fuera de la ley.”10
La pena de muerte en Puerto Rico
En Puerto Rico se erradicó, por acción legislativa, la pena de muerte en el año 1929 (la última persona en ejecutarse fue Pascual Ramos, el 15 de septiembre de 1927). Su prohibición se incorporó años más tarde a la Carta de Derechos de la Constitución del Estado Libre Asociado, la cual reza de la siguiente manera: «Se reconoce como derecho fundamental del ser humano el derecho a la vida… No existirá la pena de muerte» (Art. II, Sec. 7). Este artículo forma parte de la afirmación categórica de la trilogía de derechos constitucionales fundamentales: vida, libertad y propiedad. La ejecución de un ser humano por el estado es, por tanto, en nuestra tradición jurídica puertorriqueña moderna, no sólo ilegal; es, ante todo y sobre todo, inconstitucional.
La lógica de su proscripción taxativa y categórica la expresó en la Asamblea Constituyente del Estado Libre Asociado, el entonces rector de la Universidad de Puerto Rico, Jaime Benítez, presidente de la comisión que redactó la propuesta Carta de Derechos:
“La prohibición de la pena de muerte… responde a la convicción firme de que dicha pena, lejos de constituir la ejemplaridad y el escarmiento que algunos pretenden, estimula la satisfacción de sentimientos sádicos sin disminuir en lo más mínimo, según la experiencia universal demuestra, el número o frecuencia de delitos capitales. Ni desde un punto de vista teórico, ni tampoco por consideraciones prácticas, es recomendable. Al eliminarla por precepto constitucional se expresa la posición moral del pueblo puertorriqueño acerca del valor inviolable de la vida humana (14 diciembre 1951).”11
Con ello nuestro país daba un paso adelante significativo en el pleno reconocimiento del derecho humano de mayor prioridad ontológica: el derecho a ser, a existir, a la vida. Y, como reverso indispensable, se establecía un límite a la potestad del estado en disponer de la vida misma de sus ciudadanos. Se fijó con claridad la siguiente norma: el estado puertorriqueño no tiene la facultad de legalizar, por la razón que fuese, el homicidio de uno de sus ciudadanos o de cualquier persona que resida en las fronteras de nuestra nación. No debe pasar desapercibido el mérito especial que tal decisión tiene por provenir de un “territorio no incorporado”, o, si se me permite el uso de un término más preciso, de una colonia sometida a la jurisdicción suprema de los Estados Unidos de América, nación donde se consideraba la pena de muerte, como todavía en muchos de sus estados aún se estima, una de las facultades constitutivas del gobierno en su faz de control jurídico de las vidas de ciudadanos y residentes.
Como supuesto remedio disuasivo al auge de la delincuencia, se ha propuesto ocasionalmente enmendar nuestra constitución para restablecer la pena capital. Ese fue el objetivo de una resolución concurrente, presentada en la Cámara de Representantes, en 1991, hace exactamente veinte años.12 Su principal propulsor fue el representante por el Partido Popular Democrático, Fernando Tonos Florenzán, quien dicho sea de paso, poco tiempo después fue encontrado culpable por múltiples delitos de corrupción y se vio forzado a dejar su escaño legislativo, sin que nadie le echase de menos. La resolución concurrente proponía un referéndum especial para eliminar la prohibición constitucional de la pena capital e incorporar en la carta magna de Puerto Rico la siguiente cláusula: «Existirá la pena de muerte en casos de reincidentes convictos en asesinatos en primer grado o múltiples asesinatos en un mismo acto según se disponga por ley.»
Tuve el honor de representar a la sección puertorriqueña de Amnistía Internacional ante la comisión de la Cámara de Representantes que llevó a cabo vistas públicas sobre dicha resolución concurrente. Permítanme reproducir una parte sustancial del testimonio que en esa ocasión leí ante esa comisión, en noviembre de 1991, ya que su argumentación me parece, casi dos décadas después, todavía pertinente:
“Además de que tal enmienda haría de ese apartado constitucional un disparate estilístico, por varias razones sustanciales nos parece equivocada y las enumero:
1. Restituir la pena de muerte sería un retroceso lamentable en la evolución de los derechos civiles en nuestro país. Sentaría un precedente que podría seguirse con otras restricciones a las libertades ciudadanas (derecho a la fianza, grabaciones de conversaciones telefónicas, detención preventiva, habeas corpus). La corriente central de la historia constitucional democrática es la de ampliar, no reducir, los derechos humanos. Iría, además, contra la tendencia universal de abolir la pena capital.
2. La pena de muerte no evitaría los horrendos crímenes que azotan la conciencia de la comunidad y producen repugnancia. Tras la llamada «masacre de Hatillo», sus propugnadores volvieron a la carga con marchas y manifestaciones públicas. Pocos días después, en una ciudad de Texas, el estado norteamericano con el mayor número de ejecutados en los últimos quince años,13 ocurrió una masacre aún peor, con un total de veintitrés muertos. Tampoco evitará tragedias como la del Hotel Dupont Plaza, donde un sabotaje tuvo efectos horribles que sobrepasaron la intención del culpable. Ni la «masacre de El Señorial» en la que unos asesinos actuaron cegados por estupefacientes. Ni los actos violentos que acontecen motivados por la pasión de los celos airados (desde la homérica guerra de Troya hasta el asesinato de Luis Vigoreaux). La pena de muerte ha fracasado rotundamente en evitar los crímenes pasionales, las muertes por efectos de drogas narcotizantes o los delitos suscitados por excesiva codicia. Tampoco cura mágicamente a los psicópatas ni impide las matanzas causadas por dementes.
3. El valor de la pena de muerte como factor de disuasión contra la delincuencia es nulo. Por el contrario, a veces, multiplica los asesinatos (para acallar potenciales testigos).
La ineficiencia de este tipo de castigo abarca incluso sus costos (sale más caro ejecutar a un condenado que mantenerlo en prisión el resto de su vida). Más efectivas son las medidas preventivas (la campaña contra las drogas, los programas de rehabilitación, el aumento de la vigilancia pública, el control riguroso de armas). Se contradice, además, la tradición de la muerte cruel y dolorosa (la crucifixión, la hoguera, el enterramiento vivo), para garantizar sus efectos intimidadores, con la tendencia moderna a la supuesta «ejecución sin dolor»(desde la guillotina francesa hasta la inyección norteamericana).
4. Los más propensos a sufrir el castigo capital siempre han sido los grupos étnicos minoritarios, las clases sociales desprovistas y los promotores de concepciones ideológicas minoritarias. De 1930 a 1960, dos terceras partes de los ejecutados en el Sur de los Estados Unidos fueron negros; en los casos de violación la proporción subió al 89 por ciento. Se ha usado frecuentemente para castigar disidentes, entre ellos los dos grandes modelos humanos de la sociedad occidental y cristiana: Sócrates y Jesús. En varios países se combinan los prejuicios raciales, la opresión social y la represión política (contra los curdos en Iraq y los negros en África del Sur). De igual manera se usó en la Alemania nazi. Los pobres, los no-blancos y los disidentes han sido siempre las principales víctimas del cadalso.
5. El error de ejecutar un inocente, algo que por desgracia no ha sido insólito, no sólo es triste; es irrevocable. Un estudio reciente encontró que veintitrés personas fueron ejecutadas por error, entre 1900 y 1985, en los Estados Unidos. En Inglaterra, el escándalo provocado por la revelación de la inocencia de Timothy Evans, después de ser ejecutado en 1950, propició la ilegalización de la pena de muerte. No hay fórmula mágica para resucitar a un reo ajusticiado por equivocación. En los casos en que se logra comprobar la inocencia antes de la ejecución, el daño psicológico puede ser grave y quizá irremediable.
6. La pena de muerte imposibilita la rehabilitación del delincuente, objetivo teórico primario del sistema penal moderno. Sobre todo en los casos en que el reo es aún muy joven (en los Estados Unidos una proporción considerable de los así sentenciados cometieron el delito grave entre los 15 y 17 años).14 Es elocuente el ejemplo de Nathan Leopold, homicida no ejecutado, quien se reformó en prisión y terminó su vida sirviendo a la sociedad puertorriqueña en la comunidad de los Hermanos, en Castañer, Lares/Adjuntas.
7. Pero, ante todo, la pena de muerte viola el derecho humano fundamental a la vida. No debe considerarse una «justa retribución». Es, por el contrario, la expresión más brutal de la primitiva ley del talión. El estado debe proteger el derecho a la vida, no restringirlo.
Detrás de la retórica de la disuasión se esconde el nada noble sentimiento de la venganza, el deseo del desquite violento, el cual, sin embargo, no logra sino añadir sufrimiento y contaminar moralmente, haciendo partícipe a familiares y amistades de las víctimas de emociones no muy lejanas a las del victimario.
Por todas las razones antes enumeradas, la sección de Puerto Rico de Amnistía Internacional se opone a la resolución concurrente de la Cámara núm. 49. Aprobarla sería un grave retroceso en la evolución de los derechos civiles y libertades ciudadanas que honra a Puerto Rico. La pena de muerte ha demostrado ser remedio ineficaz y nocivo para el serio problema del aumento en la incidencia de crímenes violentos. No ofrece garantía absoluta contra la ejecución de inocentes, ni contra la discriminación en su aplicación y corta de raíz la posible rehabilitación del delincuente. Nos oponemos también a la celebración del referéndum propuesto. El tiempo y dinero que se malgastarían en llevarlo a cabo, además de la energía social despilfarrada en la discusión de esa estéril medida penal, deben invertirse en un programa preventivo contra el crimen que sea a la vez eficaz y respetuoso del derecho fundamental a la vida, principio rector de nuestra Carta de Derechos.
En 1978 y 1987, otros legisladores introdujeron resoluciones similares. A ellas se opusieron eficazmente ciudadanos, líderes eclesiásticos, organizaciones cívicas, movimientos políticos, y las Secretarías de Justicia y de Servicios Sociales. La resolución concurrente de la Cámara núm. 49 debe igualmente ser reprobada.
La histeria no debe regir la historia.”
Reflexiones finales: el estado y el derecho a la vida
Hace pocas semanas una madre, comprensiblemente acongojada por el asesinato de su hijo, se refería al alegado homicida, muy joven aún, como un “perro rabioso” sin posibilidad alguna de enmienda. ¿Es acaso eso cierto? Como atinadamente afirma Camus: “Decretar que un ser humano debe ser objeto del castigo definitivo equivale a decidir que ese ser humano no tiene ya ninguna posibilidad de reparar.”15
Hay, sin embargo, extraordinarios ejemplos de delincuentes rehabilitados. En Puerto Rico vivió y laboró uno de los más famosos, cuyo nombre ya he mencionado: Nathan Leopold. Siendo aun muy joven mató a un chico aparentemente por el sólo deseo de experimentar el placer del homicidio, sin ningún motivo ulterior. Provocó un escándalo nacional. Incluso se le ofreció una jugosa remuneración a Sigmund Freud para que lo psicoanalizara, con el objeto de poder entender la supuesta mentalidad incurablemente criminal (oferta que el serio científico judeo-austríaco rechazó). Convicto por asesino sadista, por su juventud se le conmutó la pena de muerte y se le sentenció a prisión perpetua. En la cárcel se rehabilitó, hizo estudios avanzados, adquirió destreza en diversos idiomas, se convirtió al cristianismo y terminó su vida sirviendo a nuestro país, en la humilde comunidad de la Iglesia de los Hermanos, en Castañer (Lares/Adjuntas). Enseñó matemáticas en el programa de extramuros de la Universidad de Puerto Rico, se casó en la isla y su cuerpo descansa en nuestra tierra.
El reconocimiento y respeto a los derechos humanos históricamente ha demostrado ser un proceso lento, frágil y susceptible de lamentables retrocesos. Ejemplo de esa precaria condición es el retorno a métodos de interrogación que indudablemente constituyen tortura, por el anterior gobierno de los Estados Unidos en su llamada “guerra contra el terror”. Así mismo, las ansias patriarcales de muchos hombres todavía fragmentan la igualdad de los géneros, el racismo prevalece aún y la homofobia se incrementa en diversos altares sagrados.
En muchas regiones de nuestro mundo, la abolición de la pena de muerte sufre atrasos y retrocesos continuos. Incluso en los países en que se ha logrado eliminar la legitimidad jurídica del estado de matar a un ser humano por alegada conducta delictiva, periódicamente se oyen reclamos para su restitución. En tiempos de crisis social y económica, como la actual, al proliferar las acciones criminales violentas que conllevan la trágica pérdida de vidas inocentes, resurgen propuestas de volver a aplicar la medida punitiva más severa posible. Esta misma semana que hoy concluye, Pedro Toledo Dávila, quien fuese superintendente de la policía bajo las administraciones gubernamentales de Pedro Rosselló González y Aníbal Acevedo Vilá, propuso celebrar un referéndum para restaurar la pena de muerte en ciertos casos de asesinato.16
Por eso es crucial que insistamos y laboremos con ahínco para recordarle a estados y pueblos que el derecho primario e inviolable de todo ser humano es el derecho a la vida. Y reiterarle a nuestro estado y a nuestra sociedad el límite infranqueable que debe impedirles decretar la irrevocable sentencia de muerte a un ser humano. Citando nuevamente a Camus, la pena de muerte significa en definitiva que el estado “rompe la comunidad humana… y se erige en valor absoluto puesto que pretende ser un poder absoluto… Prohibir la ejecución de un ser humano sería proclamar públicamente que la sociedad y el estado no son valores absolutos.”17 Lo cual significa, para Camus y para quien hoy les habla, que ningún estado ni ninguna sociedad tiene la potestad de privar de la vida a un ser humano.
Muchas razones se han esgrimido durante toda la historia de la humanidad para legitimar la pena de muerte. En uno de sus primeros escritos (De ordine, ii.4.12), San Agustín asevera:
“¿Qué cosa más horrible que un verdugo? ¿Ni más truculenta y fiera que su alma? Y, sin embargo, él tiene lugar necesario en las leyes y está incorporado al orden con que se debe regir una sociedad bien gobernada. Es un oficio degradante para el ánimo, pero contribuye al orden ajeno castigando a los culpables.”18 Esas palabras se reiteraron en la Cristiandad occidental por muchos siglos para preservar el ritual atroz de la ejecución de un ser humano, ordenada por el estado y validada por la iglesia. Hoy suenan vacías, desprovistas de toda sustancia intelectual o ética.
Pero no nos equivoquemos. No hay descanso alguno en la lucha a favor de los derechos humanos. Quizá estemos condenados a la ardua y sisífica tarea de abogar sin cesar por los derechos y libertades de las razas menospreciadas y los pueblos marginados, por las mujeres y los hombres torturados, por los silenciados, por los desaparecidos. En su célebre novela anti-utópica, 1984, George Orwell pone en boca de O’Brien, el torturador gendarme al servicio del despótico Gran Hermano, la siguiente lúgubre profecía: “Todo lo que tú has sufrido desde que estás en nuestras manos, todo eso continuará y peor aún. El espionaje, las traiciones, las detenciones, las torturas, las ejecuciones y las desapariciones nunca cesarán. Será un mundo de terror…”19
Es nuestro deber ético desmentir esa infausta profecía, demostrar mediante nuestras ideas y acciones que otro mundo, más humano, benévolo y solidario, aunque inédito, es viable.20 En el fragor de la ansiedad que actualmente se filtra en muchos pueblos y países, es importante recordar que la histeria nunca debe regir la historia. ¡Defendamos el derecho a la vida! ¡No más ejecuciones! ¡No más pena de muerte! ¡No más vidas a la sombra del cadalso!
Muchas gracias.
Asamblea Anual Coalición Puertorriqueña Contra la Pena de Muerte 28 de mayo de 2009 Universidad del Sagrado Corazón San Juan, Puerto Rico
* Profesor emérito del Seminario Teológico de Princeton. Es autor de varios libros, entre ellos, Evangelización y violencia: La conquista de América (1992), Entre el oro y la fe: El dilema de América (1995), Mito exilio y demonios: literatura y teología en América Latina (1996), Diálogos y polifonías: perspectivas y reseñas (1999), Essays from the Diaspora (2002), Fe y cultura en Puerto Rico (2002) y Teología y cultura en América Latina (2009).
1 Arthur Koestler, Reflections on Hanging (New York: Macmillan, 1957, orig. 1956), xxii, 170 (mi traducción).
2 Mario Vargas Llosa, El sueño del celta (Madrid: Alfaguara, 2010).
3 Albert Camus, “Reflexiones sobre la guillotina,” Obras, 3 (Madrid: Alianza Editorial, 1996, orig. 1957), 488s.
4 Miguel Delibes, El hereje (Barcelona: Ediciones Destino, 1998), 467-495.
5Michel de Montaigne, Ensayos (Barcelona: Editorial Ibera, 1968), Vol. I, 156.
6La estatua, obra de Sylvia Shaw Judson, tiene una inscripción que dice así: “Mary Dyer. Quaker. Witness for Religious Freedom. Hanged on Boston Commons 1660. ‘My life not availeth me in comparison to the liberty of the truth’.”
8 Michel Foucault, Vigilar y castigar: El nacimiento de la prisión (México, DF: Siglo XXI, 1976, orig. 1975), 11-13.
9Camus sostiene un diálogo continuo con el libro de Arthur Koestler, Reflections on Hanging (1956) [hay traducción al español – Arthur Koestler, Reflexiones sobre la horca (Buenos Aires: Emecé Editores, 1960)]. El texto de Koestler fortaleció la oposición a la pena capital en Gran Bretaña.
10“Reflexiones sobre la guillotina,” 470, 516s.
11Diario de sesiones de la Convención Constituyente de Puerto Rico. Secretaría de Estado de Puerto Rico, 1961, t. 4, p. 2566.
12Fernando Tonos Florenzán et al., Resolución concurrente de la Cámara núm. 49, 29 de abril de 1991, Undécima Asamblea Legislativa, Quinta Sesión Ordinaria, Cámara de Representantes, Estado Libre Asociado de Puerto Rico.
13Amnesty International, USA. The Death Penalty in the United States of America: Developments from 1 September 1989 to 31 December 1990, April 1991, AI AMR51/13/91, 4
14 Amnesty International, United States of America: The Death Penalty and Juvenile Offenders, October 1991, AI AMR51/23/91.
15“Reflexiones sobre la guillotina,” 505.
16Alex Figueroa, “Pedro Toledo propone referéndum sobre interceptación de llamadas y pena de muerte”, Primera Hora, lunes 23 de mayo de 2011. Esa noticia puede leerse en http://www.primerahora.com/Xstatic/primerahora/template/content.aspx?se=nota&id=508847.
17“Reflexiones sobre la guillotina,” 509, 512.
18Con similar lógica y en el mismo texto, san Agustín también considera inevitable la presencia en la sociedad de la prostitución y las meretrices. “Quitad las meretrices de la sociedad humana, y todo lo llenaréis de libidinosidad: corrompiéndose el lugar de las señoras con infamia e indecoro” (mi traducción del latín). Los verdugos son necesarios, según el Obispo de Hipona, para contener mediante el temor la delincuencia y las prostitutas para salvaguardar el honor de los hogares decentes. Del orden, ii.4.12, Obras de San Agustín, (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1950), tomo I, 742s.
19George Orwell, 1984 (New York: New American Library, 1983, orig. 1949), 221 (mi traducción)
20El concepto de lo inédito viable, lo tomo de Paulo Freire, Pedagogía del oprimido (Montevideo: Tierra Nueva, 1968) 125, 142-147.