Bien. Aquí vamos. Apuremos el mal trago: no veo en los textos canónicos que Dios sea el centro.
Espero, a partir de esto, un aluvión de críticas. Tan acostumbrados estamos a repetir que primero Dios, después la iglesia y así una larga lista donde las personas quedamos en la última fila de la pole position.
“Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón…” Ese es el primer y único mandamiento. Lo decían los judíos y lo repitió Jesús. Pero para mí ya no significa lo mismo. Y de lo que se trata la fe, toda fe, es que diga algo para mí. Que sea pertinente con mi aquí y mi ahora. Porque si no, será sólo un conjunto de rígidas heteronomías externas a mi circunstancia, a las que una y otra vez fuerzo a hacerlas entrar en mi cotidianidad.
En la Biblia, que de ella estoy hablando, veo que el ser humano creado es el centro, y con él y con ella, con ellos, la creación toda como su perfecto entorno. La Biblia es un poema de amor de Dios por las personas. No una lista de requisitos por los que Dios resguarda su buen nombre y honor. Si Dios tiene mirada como nosotros — y eso decimos que tiene— nosotros somos el centro de esa mirada, y estas Escrituras lo reflejan.
Dios creó al hombre y a la mujer. No se creó a sí mismo. Sus movimientos no son circunflejos. Son aperturistas. Y los coronó de gloria. Los hizo un poco menor a los ángeles, a los seres celestiales, y a él mismo.
Permítanme ver en el relato yahvista a un Dios agachado, de rodillas en el suelo, modelando con sus manos a un semejante en el que en adelante verá su propia imagen. Dios. Él primero, vio en nosotros su imagen. Las personas, a su vez, verán a Dios en su propia imagen. Porque no pueden verlo de otra forma. Qué gesto de complacencia y condescendencia. No sé si ha quedado claro el panorama que acabo de describir. Allí, en el relato yahvista, un Dios agachado, condescendiente, amasa al ser humano a su imagen. Cuando lo ve, a partir de allí, si es que él se ama como la Biblia dice, estará viéndose perfectamente en cada ser humano. En adelante todos nosotros, viéndonos, también podremos verlo a él. Quisiéramos ver a Dios, pero no es posible. Tenemos muchos rostros de Dios a nuestro lado y a veces preferimos ignorarlos. Hasta en ese punto fue delicado Dios, y hasta en ese punto el centro de sus pensamientos era el ser humano. Le hizo un jardín, un huerto, le proveyó sustento, y le dibujó con trazos finos un entorno agradable donde vivir.
Los hagiógrafos tenían la ¿fe?, la ¿necesidad?, la ¿esperanza? de encontrar a un Dios involucrado con ellos, para bien y para mal, pero nunca apático y descomprometido. Personal, como ellos, nunca mecánico. Y así lo describieron. Y así él se dejó describir.
Y, en ese contexto, los escritores del Antiguo Testamento interpretaron y reescribieron la historia poniendo a Yahvé únicamente de su lado para justificar sus conquistas territoriales políticas y económicas. Necesitaban un ethos y lo tuvieron. Y en su nombre justificaron todas las matanzas y opresiones que el Dios del amor nunca jamás habría aceptado ni siquiera de mala gana, mucho menos habilitado.
Afortunadamente, vino Jesús a salvarnos de Yahvé. Sí. Dije bien. A salvarnos de esa idea de Dios destructiva y egoísta. Aun en medio de las sangrientas historias de ese dios sangriento y vengativo que reivindicaban los judíos a su favor, podían entreverse algunos chispazos de ese otro Dios que habría de reaparecer con Jesús:
-Dios, buscando amoroso a Adán escondido por temor: “Pero llamó Yahvé Elohim a Adán, diciendo: “Adán, ¿dónde estás?” (Génesis 3:9)
-Dios, comparando su amor al amor de una mujer: “Sion decía: Yahvé me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su mamoncillo, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría. He aquí que te tengo grabada sobre las palmas de las manos, y tus muros están siempre delante de mí.” (Isaías 49: 14-16)
Cito estos dos, de los muchos textos que se podrían citar, porque en ellos veo un Dios que se expone. Y un Dios que se expone se hace vulnerable. En el primero, sale en busca, y en el segundo se muestra como mujer en una cultura patriarcal.
Toda la historia de la Biblia es una historia de amor de Dios hacia las personas. Y no al revés. Ni siquiera en los pasajes de expresión humana de amor a Dios. Ni siquiera en los pasajes de mandamiento divino a amarlo. ¿Qué Dios egoísta es aquel que sólo crea para amarse? ¿Qué Dios incompleto necesita crear para cubrir su insatisfacción?
Ella, la Biblia, no es ni exige una negación de lo humano en orden a la exaltación de Dios, sino justamente al contrario. Es una negación de lo divino en orden a la exaltación de lo humano. Cuando llega al climax, nos lo muestra Emanuel, vaciándose.
Si las personas responden a ese amor, bien. Deberán responder hacia otras personas.
Porque así, y sólo así, estarán respondiendo a Dios.