Posted On 15/04/2021 By In portada, Teología With 1231 Views

El silencio de tumbas que no están vacías | Nicolás Panotto

Los viernes y domingos santos son días que ocupo para la meditación y la introspección, donde doy lugar a que el silencio conduzca mi cuerpo a sentir de qué manera este nuevo ciclo me invita a reapropiar, una vez más, estos símbolos fundantes de la fe que asumo. Este año me toca hacerlo a partir del reciente fallecimiento de mi padre. Me lleva a ver todo de una manera diametralmente distinta, como es a partir de la inevitabilidad de la muerte, de su impacto, de su sorpresa, de su dolor. La exclamación de Jesús al Padre, allí colgado en la cruz, se siente aún más punzante: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt.27.46)

Lo que más sufrió Jesús no fue ni el dolor de su cuerpo ni la condena injusta por parte de los poderes que lo entregaron al matadero para salvar su pellejo. Al final, ello fue consecuencia de su compromiso con los despreciados de la historia. Más bien, fue atravesar por la inevitable exposición al límite absoluto, con su sinsentido, su perplejidad y su desorientación. La sensación de completa dejadez, de desprecio, inclusive de incertidumbre. Ni las ilusiones provocadas por una teología mesiánica gloriosa, al decir de Bonhoeffer, colaboraron para que “esa copa” sea más benevolente con el propio hijo de Dios. Nada podía evitar confrontar el propio infierno (Ef 4.9)

Asumir la vida desde el vía crucis no es sólo reflexionar sobre un estado ontológico de lo divino ni una práctica piadosa de la experiencia religiosa. Es asir la vida con su eterno silencio, con su estremecedor abandono, con su irrevocable tránsito entre ausencias, no desde un victimismo trágico sino desde la terca apropiación de lo profundamente constitutivo. El suceso pascual, el significado de resurrección, no anularon la inevitable hondura de la experiencia del silencio eterno. Más allá de los simbolismos y numerologías, ¿para qué serviría, acaso, ese pasaje de tres días? La memoria pascual es una memoria vívida de una muerte apropiada en la plenitud del término que nos hace profundamente humanos. Por ello, fe significa (con)vivir a partir del límite que Dios mismo asumió. El límite más propio de lo humano. La frontera irrevocable. Dios se humaniza plenamente, no sólo al “hacerse cuerpo” sino al llegar hasta lo último, al vaciarse a sí mismo hasta la mismísima perdición (Fil. 2)

Nunca estamos preparados para que la muerte alcance nuestra piel, nuestra ilusión, nuestras certezas. Nos resistimos a ella. Nos negamos al fin. No somos conscientes de su paso. Ni siquiera Jesús lo estaba, por lo que rogó hasta donde pudo para evitarlo, como cuando confesó, sin aprensión ni reserva, la angustia de su alma, “angustia de muerte” (Mt 26.40-42).

Por ello, la esperanza comienza antes de la resurrección, y no a partir de ella: reside, más bien, en atravesar el silencio absoluto de la muerte que no deseamos, en los vacíos cotidianos, en los giros inesperados e indeseados, permitiendo que las lágrimas depuren el alma de falsas victorias, para comprendernos en el zamarreo del dilema que anhelamos evadir, pero que es más real que cualquier sueño.

NP – Santiago, 2 de abril 2021

Imagen: “Cristo en el jardín de Getsemaní”, de Paul Gauguin (1889)

Nicolás Panotto

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