- Dichosos los humildes,
- porque heredarán la tierra.
La psicología nos enseña que una de las principales motivaciones del ser humano es la motivación de poder. Es uno de los motores de la conducta. Todos, consciente o inconscientemente, buscamos nuestros pequeños o grandes espacios de poder y de influencia en el ámbito de la familia, en la empresa, en el contexto social en el que nos desenvolvemos o, ¡paradójicamente!, en la iglesia. Los creyentes no somos una excepción a la regla. Los principios psicológicos también nos alcanzan.
Incluso Jesús fue tentado en el sentido de realizar un gesto inequívocamente mesiánico, un gesto de poder en el contexto del modelo de pensamiento de su época. Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, pues escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti, y en sus manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra. El éxito estaba asegurado, las masas se habrían rendido incondicionalmente a su manifestación de autoridad sobre los elementos. Pero el mesianismo de Jesús no era políticamente correcto ni respondía a las expectativas de su entorno por cuanto no se fundamentaba en ningún tipo de poder de orden político o religioso, sino en la humildad, la compasión, la misericordia, la alteridad, el amor y el servicio.
Las bienaventuranzas nos ayudan a relativizar los criterios de valor por los que se guía la sociedad en general: el poder, el placer, las riquezas, el tener… en su búsqueda de la felicidad y del sentido de la vida. Frente a tales formas de búsqueda, cabe preguntarse si existe realmente una relación directa entre poder y felicidad. ¿Quién más posee es por ello más feliz? Un análisis en clave sociológica, ¿no pone de relieve que muchas de las personas que se rigen por tales criterios no disfrutan necesariamente de una felicidad profunda y estable? ¿Cuántas personas que han centrado su vida en la consecución de altas cotas de poder, en el hedonismo sin límites de los paraísos artificiales o en el tener sin mesura viven en la frustración, en la depresión o en la angustia?
Esta bienaventuranza, dichosos los humildes, nos sitúa en la antítesis de la motivación de poder y relativiza la tendencia a emplear nuestro estatus e influencia para satisfacer nuestro egocentrismo. La persona humilde no necesariamente es aquella que se considera menos de lo que realmente es; sino aquella que se rebaja voluntariamente frente a los demás siguiendo el consejo de Pablo de hacer las cosas con humildad, considerando a los demás superiores a uno mismo. Esta actitud no debe confundirse, como ocurre con frecuencia, con sumisión o debilidad. El concepto de la humildad nos sitúa más bien en el descentramiento egocéntrico, en la alteridad, en la evitación del narcisismo que parece inserto en la estructura del ADN y, por extensión, con una actitud de tranquilidad, confianza, calma y paz interior.
En un contexto de tensión y crispación, cuando en ocasiones el más mínimo estímulo provoca la más grande de las reacciones, cuando la sensibilidad se halla a flor de piel y aparece la reacción airada, la palabra fuera de lugar, el insulto, la amenaza, el apelar a la posición de poder, al autoritarismo o a la violencia en sus diversas manifestaciones, como podemos comprobar diariamente en los medios de comunicación, nos conviene recordar que la humildad es una característica de los pacientes, de los que no se irritan, de los que evitan la violencia, de los que confían en Dios y esperan en Él.
El hombre contemporáneo se afirma a si mismo estableciéndose como medida de todas la cosas. Todo el mundo quiere sobresalir, destacar, ser el primero. La motivación del poder y del control sobre los demás parece ser universal y, como resultado de esta voluntad de dominio, el hombre se ha convertido en un depredador para el hombre. Nos hallamos en una sociedad competitiva y agresiva. Se valora al fuerte. Quien no sea capaz de imponerse a los demás no alcanzará grandes cotas de poder y terminará en la marginación y en la exclusión. Es la ley de la selva y de la selección natural.
En este contexto, la humildad es un valor contracultural y una actitud con respecto a uno mismo en el sentido de evitar la soberbia, la prepotencia, los sentimientos de superioridad, la autorreferencia. También es una actitud con respecto a los demás de apertura a la diferencia, de respeto a posiciones no siempre coincidentes, de aceptación de la específica manera de ser persona de cada uno, de reconocimiento de las competencias diferenciales…
La persona humilde, teniendo derechos puede llegar a renunciar voluntariamente al ejercicio de los mismos ellos en favor de los demás, como enseñaba el Maestro de Nazaret: a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. De nuevo hemos de señalar que esta actitud no es sinónima de dependencia o de debilidad. La persona humilde puede poseer la fuerza de los hechos, del conocimiento, del criterio elaborado, de la palabra fácil, de la capacidad de persuasión…; pero es capaz de renunciar a su uso en beneficio o por respeto y consideración de los demás.
La persona humilde posee las mismas destrezas que los demás, o quizá más, pero no necesita irlas propagando. La persona humilde no presume de currículo, aún poseyéndolo. La persona humilde no emplea sus habilidades en beneficio propio o para perjudicar a los demás; al contrario, las coloca al servicio de quienes le rodean. La persona humilde puede sufrir agravios, pero remite las cosas a Dios como nos enseñó Jesús: al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa y, sin confundir dar un paso atrás con la debilidad, renuncia también a la réplica violenta, si alguien te pega en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Y es que el Reino de Dios no se halla en las estructuras de poder, sino dónde se vive con humildad y se practica la misericordia y la compasión.
Curiosa la promesa: heredarán la tierra. Sin tierra, sin territorio se hace difícil el mantenimiento de la identidad. El control de la tierra ha sido muchas veces el resultado de las conquistas militares. La tierra ha estado en poder del fuerte. Los pobres, los sencillos, los humildes han sido desposeídos de sus tierras incluso con violencia. Esto ha sido así desde el pasado más remoto hasta el presente. Tristemente todavía hoy millones de desplazados deambulan por espacios que no les pertenecen o se hallan recluidos en campos de concentración desposeídos de los bienes más primarios y de su identidad.
Desde la fe, esperamos un final reparador de la historia. Las víctimas de todas las injusticias ejercidas por quienes hacen un uso indiscriminado del poder económico, militar o político, las víctimas de todas las formas de agresividad, los desposeídos de sus bienes, los desplazados de sus tierras, las víctimas inocentes de las guerras, los millones de niños muertos de hambre por un injusto reparto de las riquezas lo reclaman.
La última palabra de la historia de la humanidad no la tendrán los violentos, los egoístas o los poderosos; esta última palabra le corresponde a Dios quién hará nuevas todas las cosas y los humildes, los sencillos serán los nuevos protagonistas en los cielos nuevos y la tierra nueva del Reino de Dios en el tiempo escatológico.
Pero ya en el presente, los pobres en el espíritu, los humildes, los limpios de corazón, los pacificadores, los que trabajan por la justicia… anticipan las condiciones de vida del Reino de Dios y, en este sentido, poseen ya la tierra al transformarla con su forma de vida. Con su paciencia, su rechazo a la violencia y a la agresividad, su forma sencilla y serena de encarar la existencia la hacen más agradable y extienden la armonía en aquellas tierras o espacios territoriales en los que interactúan: familia, escuela, instituto, universidad, trabajo, vecindario, iglesia… Mientras quienes actúan impulsados por la motivación egoísta de poder hacen de la tierra el infierno que conocemos, los humildes la hacen más habitable. Necesitamos responder a la motivación de poder con la humildad que debe caracterizar a los seguidores de Jesús para que pueda cumplirse lo que pedimos a Dios cada vez que nuestra oración expresa: Venga tu Reino.
Jaume Triginé