Galileo ha pasado a la historia como un ejemplo de la intolerancia de Iglesia respecto al avance de la Ciencia, el primer gran conflicto entre los científicos y los teólogos. El tema es muy amplio y complejo, pero para nuestro propósito baste hacer notar que, como en su día señaló Pierre Grelot, uno de los biblistas más prestigiosos del siglo XX, “el fondo del asunto Galileo era una discusión sobre la inerrancia de la Escritura. En opinión de sus jueces, al enseñar Galileo que la Tierra gira en torno al Sol acusaba a la Biblia de error”[1].
A lo largo de su historia, la Iglesia, las iglesias cristianas, han venido afirmando que la Biblia es la Palabra de Dios en el sentido más literal posible, a saber, que Dios es el autor último de los distintos libros que componen Biblia, hasta el punto que los autores humanos significan muy poco, pues lo que escriben no es sino lo inspirado por el Espíritu Santo, independientemente de la personalidad de cada cual y de su momento histórico. Los hagiógrafos se limitaban a poner por escrito lo que les era revelado casi al dictado. Por cuanto la inspiración es de origen divino, igualmente divino es su contenido: infalible, sin errores, pues Dios no puede mentir ni errar en lo que inspira.
Así se ha creído hasta hace pocos años. Todavía en 1986 un autor de erudición tan reconocida como Alonso Schökel, escribía con total seguridad: “El principio de la inerrancia es bien fácil de entender, Dios no puede engañarse ni engañarnos; si Dios propone algo en la Escritura, su proposición es verdadera, repugna que sea falsa”[2].
Lo mismo nos encontramos en autores tan serios y bien formados en ciencias bíblicas como Felipe F. Ramos; Oscar G. de la Fuente; Ángel G. Lamadrid; Gabriel Pérez y M. Revuelta, para quienes la inerrancia es el efecto lógico y natural de la inspiración. Según los documentos oficiales de la Iglesia católica, la inerrancia “es una propiedad exclusiva de la Sagrada Escritura, en virtud de la cual está inmune, de hecho y de derecho, de todo error en sus afirmaciones auténticas, cualquiera que sea el campo de las mismas”.
Desde un punto vista teológico, la inerrancia, como nos dice el profesor Olegario García de la Fuente:
“es una consecuencia lógica y necesaria de la inspiración. Siendo Dios autor de la Biblia, como Dios no puede errar ni engañar, tampoco su obra puede contener errores ni mentiras. Esta inmunidad de error le compete, no solo de hecho —ausencia efectiva de errores—, sino de derecho —exclusión absoluta de la posibilidad misma de error—. Por esto precisamente, la inerrancia es una propiedad exclusiva de la Sagrada Escritura. La inerrancia, de hecho, puede darse sin una intervención especial de Dios en los libros puramente humana, cuando de hecho no contienen error alguno. Las afirmaciones auténticas son las contenidas en el autógrafo, pues solo este goza de la inspiración directa. Las copias y versiones gozarán de la inerrancia en la medida en que reproduzcan el autógrafo”[3].
Frente a la crítica racionalista, los papas del siglo XIX y principios del XX publicaron varios decretos y encíclicas donde rechazaban las teorías que restringían la inspiración -y su consiguiente inerrancia- a las meras materias de dogma y de moral, excluyendo las ciencias físicas y la historia[4]. La inerrancia de los textos bíblicos es total, es decir, se extiende a todas las afirmaciones del hagiógrafo o aprobadas por él, según el sentido que quiso darles, en cualquier campo ideológico, ya sea el campo de la fe y costumbres, ya el de las ciencias naturales, o el de la historia, etc[5], que es lo mismo que en otras latitudes y ámbito confesional defendía el teólogo calvinista Benjamin B. Warfield, afirmando que la inerrancia abarca tanto los temas de teología como de ciencia: “así como las de fe y práctica; las palabras y los pensamientos”[6]. O de un modo más o menos oficial en el mundo evangélico conservador: “Afirmamos que la Escritura es inerrante en su totalidad sin ninguna mentira, fraude o engaño. Negamos que la infalibilidad y la inerrancia se limiten a la esfera de los asuntos espirituales, religiosos o redentores sin tener nada que ver con la historia real y la ciencia”[7].
Con esto, dichos teólogos y papas, no hacían sino reafirmar la doctrina universal de la fe cristiana, comenzando por los Apóstoles y los llamados Padres de la Iglesia. El Magisterio Eclesiástico en unánime en este punto. “Tan lejos está de la inspiración divina el que pueda introducirse algún error, que ella por sí misma no sólo excluye todo error, sino que tan necesariamente lo excluye y lo rechaza, cuanto es necesario que Dios, suma Verdad, no sea autor en absoluto de ningún error. Esta es la antigua y constante fe de la Iglesia”[8].
Copérnico, Lutero y Calvino
Nicolás Copérnico (1473-1543), monje polaco, fue un típico hombre del Renacimiento: conocía cuatro idiomas, cursó estudios de Derecho y Medicina, escribió tratados de economía y ejerció de diplomático en diferentes momentos de su vida, pero, sin duda, es universalmente conocido por su revolucionaria contribución a la astronomía gracias a su obra De revolutionibus orbium coelestium, publicada poco antes de morir. En ella abordaba la posibilidad de que la Tierra girara alrededor del Sol, un reto enorme ya que suponía cambiar de manera drástica la visión que el mundo había tenido durante siglos del Universo. En el plano teológico, la nueva teoría era igualmente rompedora puesto que chocaba con la idea descrita en la Biblia de que era el Sol el que rotaba alrededor de la Tierra.
Según parece, en 1533 se presentaron las teorías de Copérnico ante el papa Clemente VII, el cual no puso ninguna objeción, sin embargo terminaron por publicarse en campo protestante por medio del editor Andreas Osiander (1498-1552), teólogo protestante y reformador de Nuremberg, quien tomó parte en la Dieta de Augsburgo, suscribió los artículos de Smalkalda y fue profesor de la Universidad de Königsberg (1549). Osiander, conociendo la oposición a las teorías de Copérnico de personajes tan importantes como Martin Lutero y Philipp Melanchton, añadió un prefacio donde explica que el modelo descrito en el libro no debe ser entendido como una descripción del Universo como este realmente es, sino como una herramienta matemática para aclarar y simplificar los cálculos que tienen que ver con el movimiento de los planetas.
Copérnico fue muy precavido, consciente de enfrentarse a una larga tradición de mil quinientos años de antigüedad sustentada en la autoridad de Ptolomeo. Él mismo nos explica que, con paciencia de monje, se tomó el trabajo de:
“de leer los libros que pude conseguir de todos los filósofos, para investigar si alguno de ellos emitió alguna vez una opinión diferente acerca de los movimientos de las esferas del mundo, de las que sostuvieron los que enseñaron matemáticas en las escuelas. Primeramente descubrí en Cicerón que Nicetus había sostenido que la Tierra se movía, y, posteriormente comprobé que, según Plutarco, algunos autores emitieron la misma opinión […] Sobre esta base comencé a pensar en la movilidad de la Tierra, y aunque está opinión parecía desusada, sin embargo sabiendo que a otros antes de mí se les había concedido la libertad de imaginar ciertos círculos para demostrar los fenómenos de los astros, pensé que fácilmente se me permitiría comprobar si, atribuyendo algún movimiento a la Tierra, sería posible deducir demostraciones más sólidas que las de mis predecesores acerca de la revoluciones de las esferas celestes” (De revolutionibus orbium coelestium, 1543).
No sabemos hasta qué punto Lutero conocía las teorías de Copérnico, lo único que ha llegado a nosotros es una afirmación del reformador alemán expresada en el contexto de una charla de sobremesa, durante la cual alguien mencionó a cierto nuevo astrólogo que quería probar que la Tierra se mueve y no el cielo, el Sol y la Luna, a lo que Lutero respondió: “Así pasa ahora. Quien quiere llamar la atención no ha de estar de acuerdo con nada de lo que los demás estiman. Tiene que inventar su propia idea. Esto es lo que hace ese individuo que quiere poner patas arriba toda la astronomía. Incluso en estas cosas que están siendo confundidas yo creo a la Sagrada Escritura, pues Josué mandó detenerse al Sol y no a la Tierra”[9].
Como la mayoría de la gente de su época, Martín Lutero creían que el geocentrismo era una descripción verdadera de la creación de Dios, que se ajustaba a los datos bíblicos como el mencionado de Josué 10:12-14 y muchos otros que se refieren a la salida del sol, que transmiten la idea de una tierra estacionaria sobre la giran los astros.
Algunos historiadores cuestionan que Lutero se refiriese a Copérnico, pero esto no tiene la mayor importancia. Ciertamente la teoría heliocéntrica de Copérnico tardó muchos años en ser aceptada, incluso entre los astrónomos, y no por simples prejuicios. Simplemente, el paradigma de Copérnico no era suficiente para explicar lo que ellos observaban en aquel momento. La aceptación generalizada del universo de Copérnico vino sólo después de los descubrimientos realizados por Galileo Galilei (1564-1642), la formulación de las leyes del movimiento planetario por Johannes Kepler (1571-1630) y la explicación física del movimiento de los planetas en términos de inercia y la gravitación de Isaac Newton (1642-1727).
Luego, aparte de la controversia sobre si las palabras de Lutero sobre “Copérnico” fueron citadas exactamente como él las dijo, lo cierto es que en sus Lecciones sobre el Génesis, Lutero, como era de esperar, sostiene la visión geocéntrica, conforme a los conocimientos astronómicos de la época y su énfasis en el sentido literal de la Escritura. Lutero escribió lo siguiente en relación con el sol y las estrellas: “Es más probable que los cuerpos de las estrellas, al igual que el sol, son redondos, y que se sujetan al firmamento como globos de fuego, para arrojar luz en la noche, cada uno según su dotación y su creación”[10].
Al explicar Génesis 1:6-7 sobre las “aguas superiores”, Lutero, basándose en la autoridad del texto sagrado, afirma que no es correcto negar que hay aguas literales sobre el firmamento a las que se sujetó el sol y las estrellas. Lutero es consciente que este no es un hecho demostrable, pero él lo cree porque así lo dice claramente la Escritura, lo contrario sería decir que las Escrituras yerran. “Los cristianos debemos ser diferentes de los filósofos [científicos] es decir, en la forma en que pensamos acerca de las causas de estas cosas. Y si algunos están más allá de nuestra comprensión (como la que tenemos ante nosotros acerca de las aguas sobre los cielos), debemos creer y admitir nuestra falta de conocimiento en lugar de negarlas perversamente o en interpretarlas presumiblemente de acuerdo con nuestra comprensión”[11].
Juan Calvino es aquí más prudente. Entiende que la descripción hecha por Moisés ofrece una “gran dificultad”. Y la razón es que “parece opuesto al sentido común, y bastante increíble, que haya aguas sobre el cielo. De ahí que algunos recurran a la alegoría y filosofen sobre los ángeles; pero sin sentido. Porque, en mi opinión, es un cierto principio, que aquí no se trata nada más que la forma visible del mundo. El que quiera aprender astronomía, y otras artes recónditas, que lo haga en otra parte”[12]. Y continúa:
“Las cosas, por lo tanto, que él relata, sirven como el decorado de ese teatro que él pone ante nuestros ojos. De donde concluyo, que las aguas aquí significadas son las que pueden percibir los sentidos. La afirmación de algunos, de que abrazan por fe lo que han leído sobre las aguas sobre los cielos, a pesar de su ignorancia respecto a ellos, no está de acuerdo con el diseño de Moisés. Y realmente una investigación más detallada sobre un asunto abierto y manifiesto es superflua. Vemos que las nubes suspendidas en el aire, que amenazan con caer sobre nuestras cabezas, nos dejan espacio para respirar. Aquellos que niegan que esto sea efectuado por la maravillosa providencia de Dios, están en vano inflados con la locura de sus propias mentes. Sabemos, de hecho, que la lluvia se produce naturalmente; pero el diluvio muestra suficientemente cuán rápido podríamos ser abrumados por el estallido de las nubes, a menos que las cataratas del cielo fueran cerradas por la mano de Dios”[13].
Ya desde antiguo la lectura literal de este texto creó perplejidades en sus comentaristas, que como Agustín creen que las aguas de abajo son la materia misma del mundo, y las de arriba la espiritual[14]. Orígenes, que suele recurrir a la alegoría, en este punto se ciñe al texto literal: Dios “hizo en primer lugar el cielo y después hace el firmamento, es decir, el cielo corporal; pues todo cuerpo es, sin duda alguna, firme y consistente, y esto es lo que separa el agua que está sobre el cielo y el agua que está bajo el cielo”[15]. No hace tanto que los comentaristas bíblicos como Felipe Scio de San Miguel todavía se debatían sobre el significado real de las aguas superiores, las que están sobre el firmamento; y las inferiores, las del mar, ríos, fuentes, lagos… ¿A qué fin colocó Dios allí esta agua? ¿Son, por ventura de otra naturaleza que las de la tierra? ¿Fueron estas congeladas y consolidadas de manera que no pueda alcanzar ninguna fuerza a deshacerlas o resolverlas? Estas y otras muchas cuestiones semejantes suelen ocupar la atención y curiosidad de no pocos sabios, los cuales, después de muchas pesquisas y observaciones no nos dicen cosas que pueda calmar nuestras dudas. El Señor no ha querido descubrirnos más, y nuestra mayor gloria será reconocer y confesar siempre nuestra ignorancia y la cortedad de nuestras luces, a vista de la profundidad de la sabiduría y designios de Dios, y de las obras de su brazo omnipotente”[16].
Dejando esto aparte, que nos ocuparía mucho espacio, y volviendo a la teoría heliocéntrica de Copérnico y lo que esta supuso para la comprensión de la “ciencia” bíblica, la postura de Calvino al respecto es difícil de determinar. Autores como Bertrand Russell y Thomas Kuhn aseguran que Calvino condenó a Copérnico con las palabras: “¿Quién se atreverá a poner la autoridad de Copérnico por encima de la del Espíritu Santo”. Pero esta afirmación no se encuentran en ninguna parte de los escritos de Calvino[17], aunque a fuerza de repetirse tantas veces que se acepta como un hecho histórico. Eso no quita que Calvino adoptara una postura discrepante de la teoría de Copérnico. En un sermón sobre 1 Corintios Calvino advierte en contra de aquellos que dicen: “que el sol no se mueve y que es la tierra la que se mueve”. Para él esta opinión es un delirio propio de un poseído por el diablo[18]. Como para tantos otros, el geocentrismo era para Calvino la verdadera explicación de la naturaleza de la creación de Dios.
El propósito esencial de la revelación bíblica
Ya vimos cómo Calvino dirimió las especulaciones de carácter “científico” fundadas en la Biblia, advirtiendo que “quien quiera aprender astronomía, y otras artes recónditas, que lo haga en otra parte”. Sí, porque aunque él no lo dijo así, la Biblia no es un libro de ciencia en ningún sentido. Como se dice sucintamente en una de las Confesiones de Fe más antiguas, la de los Países Bajos, “recibimos todos estos libros, y sólo estos, como santos y canónicos,
para regular, fundar y establecer nuestra fe” (art. 5). Ir más allá de este propósito religioso es toparnos de frente con dificultades insalvables. Así como durante y un milenio y medio los creyentes interpretaron la Biblia de un modo contrario a lo hoy es del todo cierto astronómicamente, lo mismo se puede decir de muchos otros debates sobre algunos aspectos de la ciencia moderna respecto a la evolución humana y la antigüedad del Universo, cuyo análisis nos ocuparía cientos de páginas.
Con eso no rendimos la creencia en la inspiración divina de la Escritura al naturalismo, ni concedemos que la Biblia mienta o contenga errores en aquello que afirma positivamente, a saber, la voluntad salvífica de Dios, expresada a lo largo del tiempo conforme al lenguaje, símbolos, representaciones y conceptos de los hombres receptores de la revelación divina. La convicción apostólica es que “toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente instruido para toda buena obra” (2 Ti 3:16-17). Dicho en términos teológicos: Dios nos revela en la Escritura una sola cosa digna de ser creída: el misterio de la salvación realizado en Cristo, de modo que “ninguna realidad de este mundo es objeto de enseñanza divina dada a manera de revelación, sino únicamente bajo el ángulo particular de su relación con el misterio de la salvación”[19]. De ningún modo restringimos el campo de la inspiración e infalibilidad de la Biblia.
“Únicamente comprobamos que la revelación divina tiene un campo propio, o por mejor decir un objeto formal que especifica todos los objetos materiales a los que puede afectar la palabra de Dios. Las enseñanzas que se deben buscar en la Sagrada Escritura pertenecen exactamente a este mismo campo. Sólo hay en ella verdad divinamente garantizada sobre los puntos que se refieren a este campo, puesto que fuera de esto no contiene ninguna enseñanza positiva que exija por nuestra parte una adhesión de fe”[20].
Hacer de la inerrancia total y absoluta una cuestión de hermenéutica bíblica correcta conduce a la desesperante situación de un callejón sin salida con los lobos mordiéndonos los tobillos. En este sentido, la inerrancia es una palabra inadecuada para caracterizar todo lo que se debe o no debe deducir de Biblia en términos de ciencia o historia. La palabra inerrancia, aunque correcta en sí misma, confunde. ¿Por qué? Simplemente, porque “mezcla la exactitud formal con la veracidad de contenido”[21].
Seguiremos.
Bibliografía.
Richard DeWitt, Cosmovisiones. Introducción historia y a la filosofía de la ciencia. Biblioteca Buridán, Barcelona 2013.
Pablo de Felipe, “Lutero, la Reforma protestante y la ciencia”, RYPC, 2017. https://www.revista-rypc.org/2017/10/lutero-la-reforma-protestante-y-la.html
Anthony Gottlieb, “Copérnico y la Iglesia católica”, en El sueño de la razón. Una historia de la filosofía, desde los griegos hasta el Renacimiento. Biblioteca Buridán, Barcelona 2009.
Donald H. Kobe, “Copernicus and Martin Luther: An encounter between science and religión”, American Journal of Physics 66 (1998), 190-196.
Ronald L. Numbers, ed., Galileo fue a la cárcel y otros mitos acerca de la ciencia y la religión. Biblioteca Buridán, Barcelona 2010.
Alberto Soldado, “Copérnico, Lutero y las redes sociales”, https://www.levante-emv.com/opinion/2021/01/12/copernico-lutero-redes-sociales-27419977.html
Davis A. Young, John Calvin and the Natural World. University Press of America, Lanham 2007.
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[1] Pierre Grelot, La Biblia, Palabra de Dios, p. 143. Herder, Barcelona 1968.
[2] L. Alonso Schökel, La Palabra inspirada. La Biblia a la luz de la ciencia del lenguaje. Cristiandad, Madrid 1986, p. 313.
[3] O.G. de la Fuente, Introducción general a la Sagrada Escritura. Casa de la Biblia, Madrid 1964, p. 75.
[4] León XIII, Providentissimus Deus (1893); Benedicto XVI, Spiritus Paraclitus (1920); Pío XII, Divino Afflante Spiritu (1943).
[5] De la Fuente, Introducción general a la Sagrada Escritura, p. 75.
[6] B.B. Warfield, The Inspiration and Authory of the Bible, p. 113. Presbyterian and Reformed Pub. Co., Phillpsburg 1948.
[7] Declaración de Chicago sobre la inerrancia bíblica (1978), art. 12.
[8] León XIII, Providentissimus Deus, 1893.
[9] “Table Talk”, en Luther’s Works, vol. 54. Fortress Press, Philadelphia, 1967, pp. 358, 359. Traducción de Pablo de Felipe.
[10] Luther’s Works, vol. 1. Lectures on Genesis, p. 44. Jaroslav Pelikan, ed. Concordia Publishing House, St. Louis 1958.
[11] Id., p. 30.
[12] J. Calvino, Commentaries on the Book of Genesis, vol. I, p. 79. Baker, Grand Rapids 2009. Edición española: Comentario sobre Génesis. CLIR, San José, Costa Rica 2015.
[13] Id., p. 80.
[14] Agustín, Del Génesis a la letra, 8, 29. CSEL 28/1.
[15] Orígenes, Homilías sobre el Génesis, 1, 2. SC 7.
[16] La Santa Biblia. Vulgata Latina, con notas de Felipe Scio de San Miguel. Seix Editor, Barcelona 1790.
[17] Davis A. Young, John Calvin and the Natural World, pp. 43-49. University Press of America, Lanham 2007.
[18] Young, Calvin and the Natural World , p. 47.
[19] Grelot, La Biblia, Palabra de Dios, p. 149.
[20] Id., p. 149.
[21] Gottfried Brakemeier, La autoridad de la Biblia, p. 43. CLAI, Quito 2006.